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Columna
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Ambición

"VEMOS EN los demás las diversas partes de nuestro ser", afirma Hérault de Séchelles (1759-1794) en su Teoría de la ambición (Siruela), "no nos vemos enteros sino en el todo". Con apenas esta frase, su autor delata no sólo su espíritu enciclopedista y la muy alta estima concedida por él a la observación, dos cualidades características del siglo XVIII, sino también su talante de moralista moderno, que consiste, no pocas veces, en hacerse el "inmoralista" de forma más o menos afectada. Gracias al prólogo y traducción excelentes de Jorge Gimeno, disfrutamos ahora de una edición castellana de esta pequeña obra maestra de un género tan francés como el aforismo moral. Pero Gimeno hace más: logra perfilar un retrato admirable de un personaje de vida tumultuosa, contradictoria, apasionante y, por si fuera poco, trágica o con un fin trágico, no por simplemente morir guillotinado por sus correligionarios jacobinos, algo entonces bastante común, sino porque este abogado de estirpe aristocrática encabezó una revolución en su faceta más radical y sanguinaria sin que probablemente llegase a creer jamás ninguno de sus principios más lunáticos, que son, por lo demás, los que hacen posibles las revoluciones.

Etimológicamente, "ambición" es un término derivado del latino "ambire", que significa "rodear", "cercar" o "pretender", y, como tal, está relacionado con "ambiente" y "ámbito", por citar un par de vocablos castellanos también muy usados en la actualidad. Es bueno tener en cuenta el sentido original de unos vocablos tan cargados de intención en el río revuelto o revolucionado de nuestro mundo contemporáneo, cuya esencia moderna expresa tan bien ese verso del antiguo poeta castellano, Francisco de Aldana, de "todo apretar, nada cogiendo". La ambición de Hérault de Séchelles, como la muestra, no tenía límites, pero la memorable en él es que la supo traducir a una filosofía práctica o tratado de costumbres. Casi todo lo que dice en sus aforismos nos resulta familiar, porque, como lo ilustra Gimeno con sagacidad, prefigura o constituye nuestra identidad, forjada en la segunda mitad del XVIII. En este sentido, es muy elocuente que los dos últimos capítulos de su tratado estén dedicados al "charlatanismo" y a la lógica de sus "contractivos". En cualquier caso, lo que escribe Hérault de Séchelles es inconcebible sin el ámbito, el ambiente y, por tanto, la ambición, que genera el surgimiento del "público", el ser o no ser de lo moderno, ese anónimo lugar donde se establece la reputación artística: "A la larga, uno logra establecerse en la sociedad intelectual, pero es el público quien se atribuye el triunfo".

¿No es quizá hasta saludable remover tan estólido fundamento, incluso empleando algo de sazonante pimienta? La exposición de una teoría de la ambición, ¿no será, sin embargo, un simple acto de cinismo? ¡Qué más da!, sobre todo, cuando el único arte hoy restante parece ser el de la publicidad; esto es: el de simular el genio en vez de disimularlo. ¡Menudo pitorreo o persiflage, como se decía en la Francia en la que vivió Hérault de Séchelles!

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