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Reportaje:

La modernidad de Alberto Durero

El Museo del Prado ha reunido con ocasión de la exposición Durero. Obras maestras de la Albertina, 87 obras del genial artista alemán (Núremberg, 1471-1528), procedentes del célebre museo vienés, y a las que hay que sumar los cuatro óleos sobre tabla que atesora el Prado: el Autorretrato (1498), la pareja de Adán y Eva, pintada en 1507, y el Retrato de un hombre, que algunos especialistas identifican con Lorenz Sterk, un maestro contable, que se suele fechar entre 1521 y 1524. Me parece necesario señalar la presencia de estas cuatro piezas magistrales en la colección del Museo del Prado, porque, entre otras cosas, nos recuerdan que el artista alemán llegó a ser pintor de cámara del emperador Maximiliano y, después, de Carlos V, uno de los hilos conductores que vinculan su obra con nuestro país, donde ejerció una fuerte influencia, sobre todo, a través de sus estampas y su tratado de proporciones. Por todo ello, que ahora puedan contemplarse un número tan extenso e intenso de grabados, dibujos y acuarelas suyos, representativos de todas sus etapas y técnicas, empezando por su precoz y emocionante Autorretrato, de 1484, realizado a los 13 años, y terminando por los dibujos de La última cena y La adoración de los Magos, ambos de 1524, cuando se hallaba próximo su final, es un acontecimiento cultural extraordinario.

Durero ha fascinado a los estudiosos del arte de las más diversas escuelas y, por encima de todo, a los propios artistas de muy diversas épocas
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El comisario de la exposición, José Manuel Matilla, conservador del Museo del Prado y reputado especialista en dibujo y grabado, ha dividido la muestra en ocho apartados, que son otros tantos capítulos de los episodios cruciales de su biografía, formación y madurez artísticas, subrayándose además en ellos, no sólo sus viajes, que le marcaron, especialmente, los de Italia y los Países Bajos, sino también sus obsesiones por el estudio científico de la naturaleza, las proporciones ideales del cuerpo humano, su inigualable técnica como dibujante y grabador y, en fin, su compleja y muy original inventiva en el planteamiento de temas sacros y profanos.

Como L. B. Alberti y asimismo

como su contemporáneo Leonardo da Vinci, Alberto Durero, hijo de un orfebre de origen magiar, encarnó el modelo de artista humanista, para el que la técnica más esmerada debía estar al servicio de un conocimiento universal, y, a su vez, como el último de los citados, le tocó vivir la trágica crisis del optimista renacimiento del XV y la aún más patética del surgimiento de la Reforma luterana. En este sentido, Durero fue, como hoy se diría, un intelectual completo, con todo lo que este término anacrónico ha tenido en nuestra época de desgarrador compromiso con una realidad tambaleante, como la que está preñada de altas promesas y profundas frustraciones. Conviene tener esto claro porque resulta imposible ceñir su talento, siendo excepcional, a la producción pictórica, dibujística o grabadora, obviando sus trascendentales cavilaciones teóricas, que le llevaron a la redacción de diversos tratados artísticos y arquitectónicos, o su honda inquietud moral, que le llevó desde Erasmo hasta el umbral de Martín Lutero. Muy apreciado por los mejores de entre sus contemporáneos, que le llamaron "nuevo Apeles", la admiración por Durero ciertamente jamás decayó tras su muerte, pero, a partir del romanticismo, quedó un tanto circunscrita a la reivindicación parcial de su genio germánico. No obstante, sin necesidad de negar su identidad y sus raíces, el mérito de Durero fue abrirse al fundamental legado italiano y al aprovechamiento de las no menos modernas lecciones del centro y norte europeos. No se pueden poner, por tanto, cortapisas locales a su concepción y práctica artísticas que lo convierten en uno de los más grandes sabios humanistas modernos.

Es así, sin duda, como cobra pleno sentido la actual exposición, donde podemos apreciar su trayectoria en constante enriquecimiento, pero también su cada vez mayor profundidad. A través de sus maravillosas acuarelas y dibujos, vemos la agudeza de su mirada precisa y analítica, muy capaz de hacer de una brizna de hierba, una liebre o el ala de un ave un acontecimiento único, donde se descubre el secreto de la naturaleza y el pálpito existencial de la vida misma. En efecto, a través de cualquier detalle, se nos revela la curiosidad insaciable de Durero, su obsesión por comprender la trama ordenada de las cosas, su clarividente penetración del misterio y, en fin, su altísima exigencia científica y moral. ¿Cómo si no entender la importancia que le dio a la estampa, medio de conocimiento y difusión de excepcional trascendencia moderna? Sus dibujos y grabados son impresionantes desde un punto de vista formal, pero cada una de sus imágenes son invenciones renovadoras como composiciones y reflejan una insólita gravedad moral y un no menor talento dramático. Por otra parte, es detallado, pero nunca prolijo, porque poseía una incomparable fuerza sintética. Cada una de sus figuras poseen un aura de grandeza monumental, una majestad hierática y una riqueza expresiva, que él logra hacer compatible con un realismo naturalista, cuya fuerza descriptiva trasciende siempre lo anecdótico.

Se comprende, de esta mane-

ra, que Durero haya fascinado por igual a los estudiosos del arte de las más diversas escuelas, desde los formalistas hasta los iconólogos y, por encima de todos, a los propios artistas de muy diversas épocas, aunque quizá todavía más a los de nuestra época, que, desde C. D. Friedrich hasta los expresionistas, vieron en él a un precursor. Por todo ello, creo que la actual exposición es una ocasión única para, no sólo volver, sino redescubrir a Durero, cuya obra no ha perdido un ápice de actualidad vista con los ojos del atribulado hombre de hoy.

Durero. Obras maestras de la Albertina. Museo del Prado (Paseo del Prado, s/n, Madrid). Del 9 de marzo al 29 de mayo.

'Ala de una carraca' (1512)
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