Pena de muerte y Constitución europea
Durante los días previos al referéndum del día 20 de febrero hemos asistido a un intenso debate entre las distintas fuerzas políticas que manteníamos diferentes posiciones sobre la Constitución europea. Cada uno de nosotros hemos insistido en lo que nos parecía más acorde con los principios, valores y objetivos en los que se sustenta nuestro proyecto político. En este sentido, para el partido socialista era muy clara la defensa de una Constitución que profundizaba en la unidad política de Europa, que recogía toda una serie de derechos y libertades y que consagraba la ciudadanía europea. Más allá de las diversas interpretaciones que siempre pueden hacerse de un texto legal, de las discusiones sobre si éste es más o menos ambicioso en lo que se refiere a la enumeración de derechos y las garantías que establece para la defensa de los mismos, lo cierto es que no todos los argumentos empleados tienen la misma consistencia y validez. Sin duda alguna, todas las opciones en torno a la Constitución europea son legítimas y, afortunadamente, en democracia cada uno puede dirigirse a la opinión pública haciendo hincapié en aquellos valores que considere más relevantes para influir en sus votantes.
El debate nos ha servido, seguramente, para conocer mejor la Constitución, pero también para oír comentarios sobre la misma que, en algún caso, pueden haber creado confusión entre los ciudadanos. Me refiero ahora a la grave afirmación de que la Constitución europea abre la posibilidad de reinstaurar la pena de muerte en España. La consulta sobre la Constitución ya ha sido celebrada y nada puede alterar su resultado, pero no quisiera que algún ciudadano se quedara con la duda, y mucho menos convencido, de que realmente se pueda producir tal disparate. Si se tratara de un argumento más de los partidarios del no, lo dejaría pasar, pero estamos ante una cuestión importantísima derivada de un derecho fundamental, ante un asunto que afecta a la esencia misma de nuestra propia democracia, por lo que sobre ello no caben elucubraciones gratuitas, aunque se hagan de buena fe. Es preciso, pues, detenerse a analizar -aunque sea brevemente- aquella afirmación y poner de manifiesto su falta de fundamento.
Lo primero que debe decirse es que la parte segunda de la Constitución europea, que recoge la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión, establece en su artículo 62, de forma clara y tajante, que "toda persona tiene derecho a la vida", para continuar diciendo que "nadie podrá ser condenado a la pena de muerte". En consecuencia, tanto el derecho fundamental a la vida como la consiguiente prohibición de la pena de muerte están proclamados sin ningún tipo de restricciones ni excepciones. Lo están, por cierto, de forma más rotunda que en nuestra propia Constitución de 1978 cuyo artículo 15, como bien sabemos, tras abolir la pena de muerte, establece: "Salvo lo que puedan disponer las leyes militares para tiempos de guerra". Precisamente al amparo de esta salvedad, la pena de muerte fue prevista para delitos de especial gravedad cometidos en tiempo de guerra en el Código Penal Militar de 1985, aunque desapareció de dicho código en virtud de la Ley Orgánica de 27 de noviembre de 1995. Ello, no obstante, conviene subrayar que en el artículo 15 de la Constitución española permanece la posibilidad -que esperamos no se convierta nunca en realidad- de que el legislador vuelva a establecer la pena de muerte para tiempos de guerra. Esa posibilidad, por el contrario, no está recogida en el artículo 62 de la Constitución europea.
La confusión en que han incurrido algunos durante el debate previo al referéndum no proviene, pues, del texto de la Constitución, sino de una declaración aneja a la misma -la número 12- donde se dice que puede servir de ayuda para la interpretación del mencionado artículo 62. Un análisis atento de esa declaración permite ver con toda claridad que las afirmaciones que se han hecho en el debate sobre esta cuestión no tienen fundamento jurídico alguno. Y ello por dos razones que expongo a continuación.
En primer lugar, porque las declaraciones anejas a la Constitución europea no son normas jurídicas ni tienen, en consecuencia, una fuerza vinculante, que sólo se les reconoce a los protocolos y a sus anexos. El Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas ha dicho que las declaraciones pueden ser -no que forzosamente hayan de ser- instrumentos que faciliten la interpretación de los textos jurídicos que constituyen el Derecho Comunitario. Esto significa, por lo pronto, que aunque las declaraciones puedan ayudar en la interpretación de los textos jurídicos, en ningún caso el intérprete se encuentra vinculado por aquéllas.
Y en segundo lugar, porque el supuesto valor interpretativo que podría tener la declaración número 12 se desvanece tan pronto se comprueba cuál es su origen histórico. El origen lo encontramos en el artículo 2º del Convenio Europeo de Derechos Humanos hecho en Roma el 4 de noviembre de 1950 y ratificado por España el 26 de septiembre de 1979. En aquella norma internacional en que, por su antigüedad, no se prohibía la pena de muerte se comenzaba diciendo que "el derecho de toda persona a la vida está protegido por la ley", añadiéndose a continuación que la muerte no se consideraría violación del derecho a la vida, cuando se ocasionara en una serie de supuestos que coincidían, casi literalmente, con los que ahora se mencionan en la declaración número 12 (por ejemplo, la legítima defensa). ¿Qué se puede deducir de la coincidencia que acabo de señalar? Sencillamente, que los supuestos incluidos en la declaración no constituyen casos en que la pena de muerte pueda ser excepcionalmente admitida, sino situaciones de hecho en que el recurso a la fuerza, que en todo caso tendría que ser "absolutamente necesario", puede producir una muerte. Una muerte que, quizás, no supondría jurídicamente una vulneración del derecho a la vida en razón de las excepcionales circunstancias en que se ocasionó -pensemos sobre todo en las muertes inevitablemente acaecidas en las guerras-, pero que de ninguna manera podría ser considerada pena impuesta por un tribunal en aplicación de la ley, porque ninguna ley de un Estado integrante de la Unión, insisto, puede prever la imposición de la pena de muerte. Todo esto, en definitiva, significa no sólo que la declaración número 12 no tiene fuerza vinculante para los legisladores de los países europeos, sino que tampoco puede ser interpretada como apertura de la posibilidad para instaurar o reinstaurar la pena de muerte en los respectivos ordenamientos jurídicos.
Tranquilícense, pues, quienes han creído que la Constitución europea legaliza la pena de muerte. Al revés, la Constitución supone un paso adelante fundamental para que ningún país europeo pueda darle acogida en un futuro. Es, en realidad, un verdadero canto a la vida para todos los ciudadanos de esta Unión política que, para nosotros los españoles, ha empezado a ponerse en marcha tras el referéndum del día 20 de febrero.
Trinidad Jiménez es secretaria de Política Internacional y de Cooperación del PSOE.
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