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Columna
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Hola, amigo

En Bruselas existe un hotel de cinco estrellas que se llama Amigo. Este lujoso establecimiento se levanta sobre un antiguo fuerte, que fue prisión de los españoles cuando los Tercios de Flandes. El nombre de Amigo tiene un significado irónico. En tiempos del duque de Alba los rebeldes flamencos eran conducidos a esa cárcel y el cancerbero en el zaguán le daba a cada uno una palmada en la espalda, y en idioma castellano del Siglo de Oro, con cierta sorna le decía: "Qué tal, amigo, pasa para adentro". En Bruselas algunos todavía asocian este gran hotel a aquellas mazmorras donde se fraguó parte de nuestra leyenda negra, hasta el punto que en esa ciudad, cuando alguien, en cualquier disputa, te amenaza con enviarte al Amigo es que quiere mandarte a prisión. Pese a todo, aquellas mazmorras hoy son salones muy suntuosos y alfombrados. Una vez estuve allí y puedo afirmar que sólo fui torturado por el pianista, que se pasó toda la tarde tocando la canción de Amapola. Según parece, tenemos a George W. Bush de morros como una novia, a todo un emperador enfadado como un niño. Tratando de mostrarse deliberadamente frío con Zapatero, en la reciente reunión de la OTAN se le cruzó al sesgo, le dio la mano y le dijo: "Hola, qué tal, amigo." Bush, sin saberlo, le habló a Zapatero como uno de aquellos sayones del duque de Alba y algunos habitantes de Bruselas, al oírlo, se estremecieron. Tal vez pensaron que deseaba mandarlo a la cárcel. Puede que en Tejas se hable con ese campechano desdén a los criados, pero es más humillante que George W. Bush te ponga la mano en el hombro en el momento de componer aquel retrato oficial de las Azores. En los ritos medievales el vasallo genuflexo también dejaba que el señor del castillo apoyara la plana de la espada en su hombro como signo de sometimiento y lo mismo hacen los grandes felinos con su garra cuando acaban de cazar al cervatillo y se disponen a devorarlo. En aquellas mazmorras de los Tercios de Flandes los presos flamencos, llenos de argollas, tratando de implorar algún favor del carcelero, repetían esa palabra que habían oído en el zaguán: ¡amigo, amigo! Lo mismo hice yo algunos siglos después. En una lujosa mazmorra de ese hotel le dije al camarero: "Amigo, ¿podría hacerme el favor de decirle al pianista que deje de tocar Amapola?". El camarero contestó: "A la orden, señor". Pero la tortura no cesó. La canción de Amapola siguió sonando hasta el final de la noche. Hubo un tiempo en que el español con una lanza era alguien en Flandes.

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