Sonoro escándalo parlamentario
No tengo ningún empacho en asegurar que hoy siento una profunda vergüenza ajena. Quizá porque aún me queda algo del amor por la vida parlamentaria, o porque los protagonistas no me son ni lejanos ni extraños, lo que ocurrió en el Parlament me sonó a magno bofetón en la cara de todos nosotros, como si nos insultaran, como si fuéramos niños de pecho mirando embelesados los extraños juegos de los adultos. Como si fuéramos lo que piensan que somos, unos imbéciles. Nos disponíamos a contemplar un importante debate parlamentario, surgido de las entrañas de una crisis social de mucha envergadura y mucha más tragedia. Queríamos las preguntas adecuadas y todas las respuestas exigibles. Había hambre de sangre en la atmósfera, y los augures cantaban dimisiones de perfil bajo, no fuera que esto pareciera una crisis política. En la tribuna, los vecinos, perplejos y dolidos, la mayoría viviendo su bautizo parlamentario. En todas partes, los periodistas, intuyendo nombres, analizando la palabra dicha a voleo, interpretando signos como si fueran druidas leyendo las entrañas de los peces. En medio del escenario, ellos todos, nuestros parlamentarios, protagonistas de la fiesta democrática que toda sesión parlamentaria representa. ¿Fiesta? Más que fiesta, nuestras queridas señorías nos dieron un sopapo colectivo que aún nos tiene amoratada la cara, y no lo digo por las horas hablando del Carmel sin hablarlo todo. Ni siquiera lo digo por esas dimisiones anunciadas de "técnicos magníficos" (según expresión del jefe Nadal), caídos en desgracia solamente porque el personal exige carne viva. Podría decirlo por el bajo tono de algunas intervenciones, subsidiarias ellas del núcleo duro del debate. Hasta podría decirlo por el frontón del tú más que marcó las pautas de algunos discursos centrales. Todo esto, todo, sería motivo de análisis crítico, pero no sería el motivo de la honda indignación que hoy nos embarga a muchos.
Hay quien asegura que bastan sólo tres minutos para que se acabe el mundo. El jueves, nuestro mundo parlamentario se acabó en esos tres minutos de rifirrafe entre dos grandes de la política catalana. Dice el sabio Francesc Sanuy que cuando dos elefantes se pelean, la que sale perdiendo es la hierba. Pues la hierba catalana, ese jueves nada santo, quedó como un solar al viento, un día de huracán polar. Estas son las ráfagas que helaron el momento, el tiempo y, a mi parecer, la conciencia de muchos. La primera ráfaga, el cuerpo a cuerpo de Artur Mas, tan sediento de palabra presidencial que olvidó pronto que su problema político no era el problema del debate, y que a los vecinos del Carmel les importaba tres pepinos que él quisiera vivir su minuto de gloria machacando a Maragall. La segunda ráfaga, más helada, la acusación sonora, brutal y alegre que el presidente lanzó, en sede parlamentaria, al jefe de la oposición. "Ustedes tienen un problema y se llama 3%". Y los micrófonos se congelaron, zum... Tercera ráfaga, la amenaza al presidente, al Parlament, a los partidos políticos, al Estatut y a toda la legislatura que lanzó Artur Mas cuando exigió una rectificación bajo pena de ruptura institucional. Y la última ráfaga, hielo polar puro, cuando el presidente de la Generalitat de Cataluña, después de hacer una acusación de corrupción en sede parlamentaria, retiró dicha acusación exclusivamente para no paralizar el Estatut, convertido éste en moneda de cambio de las vergüenzas de cada cual.
Mis queridos amigos Maragall y Mas, ¿me quieren explicar como vamos a convencer a los ciudadanos de que esto de la política vale la pena, es honesto, tiene crédito y etcétera? ¿Se puede acusar a alguien de corrupción, en el Parlament, y luego pelillos a la mar, que para eso somos vecinos y residentes en el mismo patio? ¿Se puede basar la acusación en un rumor? ¿Puede un líder de la oposición supeditar su colaboración al silencio sobre sus vergüenzas? ¿Se puede hacer, todo ello, sin pudor, sin complejos y ante las cámaras del mundo? ¿Se creen ustedes dos que es un espectáculo emocionante? ¿Cómo van a decir a los ciudadanos que la corrupción no es una moneda de cambio? Y, más aún, ¿qué hacemos ahora con la insinuación, lanzada al viento, de que el drama del Carmel se debe al abaratamiento de las obras por culpa de las comisiones que cobraba Convergència? Porque si algo queda claro es que una denuncia como ésta marca un antes y un después en la crisis del Carmel, en la política catalana y en toda la legislatura.
Personalmente, creo que fue uno de los espectáculos más penosos que ha vivido el Parlamento catalán. A la sospecha de corrupción de otros tiempos, se añade ahora la sospecha del pacto sobre el silencio de dicha corrupción, con un añadido terrible: la sensación generalizada de que la familia política es un gremio endogámico, opaco y autoprotegido. Muy mal Maragall en todas las posibilidades: acusando sin pruebas; acusando con pruebas pero no enseñándolas; acusando con o sin, pero retirando la acusación para no tener problemas. Muy mal Artur Mas también coralmente: supeditando su colaboración no a la transparencia informativa y a la demostración de la acusación, sino a la retirada, el silencio y el pacto. Muy mal un Parlament que dio tal espectáculo ante un colectivo de vecinos cuyo agujero físico en el centro de sus vidas se está convirtiendo en un agujero negro que engulle parte de la credibilidad, dignidad y honestidad de nuestra vida política. El Carmel empieza a parecer un espejo en manos de Dorian Gray. Éramos bellos hasta que nos miramos en él...
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