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Neoiusnaturalistas

Nuestro tiempo, es bien sabido, vive bajo una plaga de "neos". Desde los "neoconservadores" a los "neocatecumenales", pasando por los "neoliberales", que, en muchos casos, conservan el rígido fervor de su veteroestalinismo; pero creo que, hasta ahora, han pasado inadvertidos los "neoiusnaturalistas". Otros "neos" más, inspirados por igual celo. Es decir, aquellos juristas y politólogos que, como la última generación de teóricos del derecho natural racionalista, allá en la última mitad del siglo XVIII, lucubraban en las antecámaras de los príncipes cómo deducir more geometrico desde la pura razón, las reglas de la hipoteca o los requisitos del contrato de préstamo. Aquellas buenas gentes estaban llenas de ciencia, entusiasmo e ingenuo orgullo, y si este último no dejó de tener efectos en ocasiones catastróficos, las dos primeras cualidades hacen que su balance final (la humanización del derecho, entre otras cosas) fuera harto positivo, sin perjuicio de que, en muchas de sus empresas, se olvidaran nada menos que de la vida real, no siempre plegable al pensar matemático.

El prototipo de tal actitud fue el sapientísimo y aburridísimo Christian Wolff. Frente a la escisión conseguida cien años antes entre una humanidad siempre contingente, pero autónoma y relativa, y una revelación tan absoluta como hipotética, Wolff absolutizó la razón humana e hizo de la especulación desde y sobre ella una nueva teología secularizada, tanto dogmática como moral. Las instituciones se deducían de las ideas y ajustaban la vida a sus reglas como un nuevo lecho de Procusto.

Por tortuosa que la empresa parezca a primera vista, algo debe de tener de halagador para la mente humana, que prefiere la certeza, aunque sea en la falsedad, a tener que bregar con la vida. Sólo así se explica que, apenas un siglo más tarde, 1a Escuela Histórica, nacida como reacción frente al iusnaturalismo racionalista, había de caer en la misma actitud haciendo ahora del derecho romano recreado por los romanistas el patrón supremo de la razón. Como señalara Marx, la historia repite en son de farsa lo que fue tragedia en su primera versión, y así lo demuestran, ahora y aquí, los numerosos intérpretes de la Constitución adictos al pensar dogmático.

Los constituyentes de 1978 creíamos haber exorcizado de nuestro ordenamiento el derecho natural a través de sus valores superiores (art. 1,1), y justo es reconocer la principal autoría, a estos efectos, de Gregorio Peces-Barba; pero claro está que el iusnaturalismo expulsado por una puerta entra por una ventana. Cuando los constituyentes culminamos la transición política, sabíamos que no había Principios Fundamentales que, como los del Movimiento, fueran, paradójicamente, "por su propia naturaleza permanentes e inalterables" y, por ello, en las Cortes se discutió todo. Nadie impidió que se pusiera en cuestión la Monarquía, se propugnara la autodeterminación o se propusieran fórmulas confederales. Con la discusión, que no con el mero rechazo, todos salimos ganando, e incluso las instituciones debatidas resultaron fortalecidas. La experiencia de aquellos días demuestra que los rechazos a limine no eliminaron los problemas y que la negociación y el pacto, incluso sobre fórmulas ambiguas, capaces de dar tiempo al tiempo, solventaron muchos de ellos. De esta manera hicimos una Constitución, modificable en su totalidad, relativamente flexible en cuanto al procedimiento de revisión y, lo que es más importante aún, sumamente elástica en sus conceptos. En una palabra, una Constitución abierta como a una sociedad abierta corresponde.

Los políticos y legistas encargados de su inicial aplicación y desarrollo fueron leales a tal carácter. Así, Andalucía accedió a la autonomía por la vía del art. 151, al margen de sus supuestos, y los excesos estatutarios de Valencia y Canarias fueron inmediatamente convalidados mediante dos leyes orgánicas de transferencias ad hoc merced al art. 150. Tales ejemplos de pragmatismo conceptual podrían multiplicarse, y no es el menor y sí el más reciente el considerar que, pese a la letra del art. 32 y a la intención de sus redactores, la Constitución ampara, bajo el concepto de matrimonio, las uniones homosexuales tanto como heterosexuales.

Sin embargo, parece dominar hoy otra manera de interpretar la Constitución que se aproxima a la misma no como un instrumento para facilitar la convivencia y que, como todo instrumento, por importante que sea, y éste sin duda lo es, resulta secundario respecto de su fin, sino como una nueva suprema Razón escrita. Y una Razón que, claro está, no consiste ya en la letra de un texto, sino en los conceptos construidos por los intérpretes de dicho texto, elevados a la categoría de dogmas. Una especie de nuevo derecho natural que, como su antecesor dieciochesco y su remedo decimonónico, convierte los ideales en objetos y los conceptos en personas. De esta manera, se habla de "soberanía" y de "poder constituyente", conceptos relativos y polémicos si los hay, como si fueran realidades unívocas e indiscutibles, y del "pueblo español" como un sujeto capaz de encontrárnoslo en la plaza pública. ¡No una entelequia "metafísica" como, según el experto filósofo señor Rajoy, es el pueblo vasco! Felizmente, la misma rigidez no se utiliza a la hora de transferir parcelas enteras de soberanía a instituciones supranacionales y compartir con Finlandia o Eslovenia lo que escandaliza compartir con Euskadi o Cataluña. Porque si se aplicara el mismo criterio y se afirmara ante la Unión Europea, con la rotundidad con que se hizo en el Congreso de los Diputados, que la soberanía no es compartible, el euroentusiasmo del que tantas muestras damos de consuno carecería de sentido. También aquí se ve que el derecho, incluso el natural, es susceptible de uso alternativo, algo que ciertamente hubiera escandalizado al honesto Wolff.

Si este proceso de cosificación de los conceptos y de consiguiente petrofacción -la petrofacción es la más estéril forma de putrefacción- no condujera a la tiranía de las categorías convertidas en dogmas, sería un juego intelectual más. Pero la experiencia muestra cómo semejante actitud impide reconocer 1a realidad tal como es y, en consecuencia, tratar de manejarla, incluso para moldearla. Si el dogmático tiene el poder absoluto, como era el caso de los Déspotas Ilustrados, puede intentar imponer sus dogmas y pasar de la idealidad a la causalidad, y así ocurrió con el derecho natural racionalista. Pero por fortuna, la situación histórica es hoy distinta y la única manera de sacar adelante las cosas en democracia es mediante la negociación y el reconocimiento del derecho de las mayorías a que, cuando menos, se las tome en serio. El rechazar sus propuestas en nombre de lo que, con lenguaje típicamente iusnaturalista, se denomina "la naturaleza de las cosas", es olvidarse de algo tan importante como son las cosas mismas. Un olvido del que la realidad no deja nunca de vengarse, puesto que los hechos, especialmente en democracia, tienen una vigorosa fuerza normativa. Porque las cosas humanas -los entia moralia, decían los más lucidos iusnaturalistas, las normas, los ideales, los intereses- no tienen naturaleza como es el caso de los entia physica; son creaciones culturales que tienen solamente historia. Hacia atrás y hacia delante.

Miguel Herrero de Miñón es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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