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REFERÉNDUM EUROPEO | El Tratado en los otros Estados miembros
Columna
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El juego del gana-pierde

Con un 76,72% de síes sobre una participación del 42,32%, el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa obtuvo ayer el aprobado español en el referéndum consultivo. El dato anterior sobre consultas europeas en España fueron los comicios al Parlamento de Estrasburgo del 13 de junio de 2004, celebrados en el clima electoral mucho más competitivo de la supuesta revancha del PP contra el PSOE tras su derrota en las legislativas del 14-M; en aquella ocasión, la participación española alcanzó el 45,1%, seis décimas por debajo del promedio europeo aunque por encima no sólo de Eslovaquia (16,96%), Polonia (20,87%), Estonia (26,83%), Eslovenia (28,30%) y República Checa (28,32%) sino también del Reino Unido (38,83%) y Holanda (39,30%). A diferencia de otros países que sometieron a referéndum la entrada en la Unión o la ratificación de sus tratados (Dinamarca lo ha hecho en seis ocasiones e Irlanda en cinco), era la primera vez que la España democrática utilizaba en asuntos europeos ese instrumento de democracia directa, reservado hasta entonces en nuestro país para la ratificación de la Constitución de 1978 (67% de participación) y la pertenencia a la OTAN (59,4%).

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La participación electoral en un sistema democrático constituye en sí misma -sea cual sea el tipo de convocatoria- una magnitud de difícil interpretación. Como ha subrayado Manuel Justel (La abstención electoral en España, Centro de Investigaciones Sociológicas, 1995), ni toda abstención es intencionada, ni todas las decisiones expresadas en tal sentido se corresponden en la realidad con las justificaciones o las racionalizaciones ex post declaradas por los interesados. El examen de las series electorales españolas no permite cifrar más allá del 20% -tomando generosamente ese porcentaje como tope máximo- la abstención supuestamente involuntaria (para decirlo de otra forma, estadísticamente irremediable) atribuible a irregularidades administrativas relacionadas con el censo, a razones coyunturales (ausencias, viajes, enfermedades) o a marginaciones psíquicas, sociales o políticas. En el referéndum europeo, así pues, se habría producido en realidad un 40% de abstención voluntaria (más de 13.000 de los votantes potenciales), explicable alternativamente por motivos pasivos (desinterés político, perplejidad, escepticismo moderado) o activos (votos de protesta, de castigo al Gobierno y antisistema); el 17,25% de noes (2.400.000 votantes) ha recogido, en cualquier caso, el caudal de desacuerdo específico con el Tratado.

Como se daba por descontado, el secretario general del PP, Ángel Acebes, atribuyó nada más cerrase las urnas al Gobierno de Zapatero todas las responsabilidades de la crecida abstención (sólo superada el año 2001 por el referéndum de Irlanda sobre el Tratado de Niza, con un 34,79% de participación), al tiempo que se apuntaba como propia la victoria del si en las urnas. La trampa de aplicar simultáneamente reglas diferentes en una partida de cartas en función exclusiva de los propios intereses es propia de los jugadores de ventaja: esa aplicación del gana-pierde atribuye, de esta forma, una cuantiosa cuota de los 13 millones largos de desertores de las urnas al descontento de los españoles con los diez meses de Gobierno de Zapatero; otro gran segmento de la abstención del 20-F sería imputable a las torpezas cometidas por el Ejecutivo en la gestión previa del referéndum, desde la fecha demasiado temprana de la convocatoria hasta la torpeza de la campaña informativa. En cambio, el PP estaría limpio de polvo y paja por la baja participación. En cualquier caso, habrá que aguardar a las encuestas postelectorales para conjeturar los perversos efectos que hayan podido producir sobre el electorado popular (casi diez millones de votantes el 14-M) los esquizofrénicos mensajes lanzados durante la campaña por sus portavoces, apoyando oficialmente el y promoviendo simultánea y subrepticiamente la abstención o el no mediante las frases equívocas, las insinuaciones veladas, las críticas indirectas y los guiños cómplices.

Hay una considerable dosis de exageración o hipocresía en los reproches dirigidos contra el Gobierno y contra las fuerzas políticas parlamentarias por la deficiente información sobre Europa ofrecida a la opinión pública durante la campaña. De un lado, existen dificultades intrínsecas para que los ciudadanos de los países miembros conozcan los procedimientos de la toma de decisiones de los centros de poder en la Unión Europea; los mecanismos a través de los cuales esas decisiones influyen sobre la vida cotidiana de los españoles y las propias dimensiones de sus efectos tampoco resultan sencillos de captar para quienes sólo se relacionan de forma directa con las Administraciones nacionales. Recurriendo a la analogía económica que suelen utilizar los teóricos de la democracia a la hora de explicar los procesos electorales, el coste de la información necesaria para que los votantes lograsen entender plenamente el significado y las implicaciones de la pregunta del referéndum era muy elevado: no sólo por la complejidad del Tratado, sino también por el considerable retraso -casi treinta años- de los españoles en incorporase a las instituciones comunitarias. Y la campaña informativa ha podido producir la indeseada consecuencia de abrumar a los ciudadanos con una carga de términos, conceptos y argumentos desconocidos hasta entonces y difícilmente metabolizables en el plazo de pocas semanas.

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