Gigantes de Madrid
El sábado 12 ardía en Madrid una de mis musas favoritas, el edificio Windsor. Ardió mucho y durante bastante tiempo, porque las musas, cuando nos dicen adiós, han de ir consumiéndose poco a poco entre el resplandor de miles de miradas y de sueños. Las musas inspiran, hacen pensar, nos hacen encontrar sentido a miles de cosas que sin ellas no tendrían ninguno. Por eso la lenta muerte del Windsor no sólo ha dado para cientos de páginas en los periódicos con todo tipo de reflexiones y de imágenes sugerentes, sino que por sus mismas ventanas fueron despedidos miles de folios, que algunos se apresuraron a recoger al vuelo, como souvenir, del mismo modo que se atrapan las ideas y las intuiciones.
De pronto, a la calle saltaron posibles historias, vidas, personajes, argumentos, aunque fuesen arrancados de los expedientes desperdigados del bufete Garrigues. Y ante nuestros ojos, los folios estuvieron revoloteando con las cenizas y las chispas en una neblina de humo espeso, que es lo más parecido que he visto al hecho de escribir. Para mirarlo por el lado positivo, casi nos lo podríamos tomar como un homenaje a un oficio, dedicación, actividad o lo que sea esto de escribir, vapuleado y envidiado a partes iguales. Algunos incluso pretenden convertir la literatura en un club privado con matones a la puerta que restrinjan la entrada. Algo que no puedo secundar de ninguna manera porque se empieza por no dejar entrar a los que llevan calcetines blancos y se acaba pegándole una paliza al que no sea de la pandilla. Y es que algunas cabezas están pidiendo a gritos que un bombero les enchufe con la manguera. Tampoco estaría mal que otro de estos héroes con casco y hacha en mano nos pasara de vez en cuando entre las neuronas derribando una manía por aquí, una obsesión por allá, un ataque de mala leche, un odio enquistado, en fin, haciendo sitio para, por ejemplo, enamorarnos, ahora que viene la primavera.
Y ya que me ha salido la palabra primavera, diré que para mí el lugar más romántico de Madrid no es el Retiro ni la Rosaleda, sino precisamente lo que estos días en la prensa se ha llamado la zona financiera, el entorno del Windsor. No lo puedo remediar, me gusta su ambiente al mediodía cuando todo el mundo baja de las oficinas para comer en los restaurantes cercanos con aire de personajes de películas tipo L'amour l'après-midi, Enamorarse o Breve encuentro. Historias de ciudad, historias de gente que trabaja y vive. Es agradable ir paseando bajo el sol desde Nuevos Ministerios hasta internarse entre las torres de Azca con la posibilidad de sentirse, si no se es muy minucioso con los detalles, en cualquier ciudad del mundo. Es una manera de viajar sin salir de casa. Ahora bien, si alguien quiere disfrutar de la soledad en estado puro, que no se marche al desierto, que se acerque a este mismo sitio un domingo por la tarde preferiblemente gris y ventoso. Vagará entre gigantes abandonados y solitarios, en los que parece que hemos dejado la tristeza de que somos capaces.
Pero salgamos de la ficción porque desde la realidad las cosas se ven de otra manera. Si no, que se lo digan a la aseguradora del edificio, a los comercios de los alrededores y a los ciudadanos en general. Ah, y a los empleados de las oficinas, que tras esta experiencia procurarán no guardar la escritura de la casa en el despacho. Yo misma en la vida real jamás viviría y, de poder evitarlo, tampoco trabajaría en esas alturas. Solamente una vez me arriesgué a alojarme en el piso cincuenta de un hotel en Atlanta y no podía acercarme a la ventana porque me mareaba. Para colmo, tuve que arrastrar la maleta escaleras abajo hasta el vestíbulo por un corte de energía que duró ocho horas. Y, sin embargo, soy de esa gente a quien le resultan exóticos los aeropuertos, centros comerciales, hospitales, polideportivos, polígonos industriales, edificios de oficinas, urbanizaciones a las afueras, hoteles y ascensores. En estos sitios suelo imaginarme bastante bien a la gente que conozco y a mí misma, mejor que paseando por Venecia en góndola.
El Windsor fue uno de los primeros rascacielos, cuya fachada parecía los cristales ahumados de unas gafas de sol, que veía en la calle y no en la pantalla de un cine. Y cuando muchos años más tarde escribía sobre la Torre de Cristal de mi novela Un millón de luces, su imagen borrosa venía una y otra vez en mi auxilio insinuándome un puñado de historias que podrían estar sucediendo en sus despachos. Pero lo que es la vida, mientras yo le daba a la novela un final lo más real posible, no podía imaginarme que el final del Windsor fuese a ser tan novelesco.
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