De reventa y contable a dueño de medio Madrid
El imperio de los Reyzábal, del que la torre Windsor era el símbolo más preciado, fue levantado por el patriarca, 'don Julián', humilde, devoto y avispado campesino burgalés
"Si don Julián hubiera visto la torre ardiendo, se moría otra vez". Esta frase, dicha con congoja por un estrecho colaborador del patriarca de la familia Reyzábal, resume bien lo importante que fue para aquel hombre de campo, religioso y discreto el edificio Windsor.
Cuando la torre se abrió, en 1979, pocos meses después de su muerte (falleció el 31 de agosto de 1978, a los 74 años), esos 106 metros encarnaban la fortuna que legó a sus hijos Julián Reyzábal, un campesino nacido en Caleruega (Burgos), emigrado primero como reventa de cine a Bilbao y luego como contable a Madrid. "Vio la torre terminada, y para él era la culminación de 40 años de trabajo: una renta vitalicia para sus herederos", indica la misma fuente, que prefiere guardar el anonimato.
"Un día se hartó de apuntar beneficios para otros y dijo: '¡Coño, esto lo puedo hacer yo!"
A finales de los años 50 era ya dueño de varios de los mejores cines y locales de Madrid
Julián Reyzábal amasó duro a duro, año a año, una incalculable fortuna. Pero cuentan los que lo conocieron que su único afán fue educar y dejar bien situados a sus siete hijos (José María, Julián, Florentino, Eduardo, Milagros, Fortunato y Jesús, El Cachorro): "Siempre decía que el dinero para poco tiempo en las familias; y él quería evitar el refrán 'padre mercader, hijo caballero, nieto pordiosero".
El perfil que surge de las opiniones oídas sobre don Julián habla de un tipo austero, muy familiar, cazador, amante del campo y forofo de la pelota vasca (fue jugador de más voluntad que éxito, pero los que le vieron lo pintan fuerte como un roble y con unas manos gigantescas y deformadas). Reyzábal era gente de orden, un conservador que se movió como pez en el agua en un país paralizado por las secuelas de la guerra. Un viejo empleado suyo añade que era hombre de "buenos sentimientos, con mucho genio a veces, pero muy respetuoso con todas las ideologías".
Sobre todo era un gran devoto de la Virgen de Begoña. En su casa de verano de Miraflores de la Sierra (Madrid), don Julián construyó en su honor, en 1952, la Gruta de Nuestra Señora de Begoña, gélido y delirante oratorio de granito con una imagen de la patrona de Bilbao y un Cristo de hierro que esculpió un sobrino suyo. Allí celebra la familia cada 31 de agosto el funeral por el patriarca, y allí peregrinan en verano (el viernes, a dos grados bajo cero, no había ni un alma) cientos de devotos de la Virgen vasca.
La historia personal y empresarial de Julián Reyzábal es también la de un visionario iluminado con el don de anticipar cómo y por dónde crecería la ciudad de Madrid. Reyzábal compró la finca rústica donde luego construyó el edificio Windsor hacia 1958, en una época en que en la orilla izquierda de la Castellana sólo había baldíos, olivos y ovejas. "Diez años después se hizo la parcelación urbana de Azca, y entonces Reyzábal actuó: le compró la mitad del solar al Banco Central para construir la torre él solo", recuerda un colaborador suyo.
Debía ser a finales de los años 60 cuando, según cuenta la leyenda, don Julián abrió durante un consejo de familia un armario lleno de billetes hasta arriba y les preguntó a sus hijos qué hacer con aquel superávit de cientos de millones de pesetas, fraguado durante 30 años de explotación de su holding de salas de cine. Cuando oyó a todos, cerró el armario, abrió otro y les dijo: "Haremos esto". Dentro estaba la maqueta de la torre Windsor.
Hijo y nieto de labradores y capadores de cerdos, Julián Reyzábal había nacido el 5 de septiembre de 1903 en la aldea de Caleruega. Siendo ya mozo, tomó su primera decisión genial: cambiar de oficio y de aires y marcharse a Bilbao. Allí se puso a revender entradas, en el Coliseo Albia y otros cines grandes, los mismos que años después convertiría en parte de su patrimonio. Con el dinero que ganaba en la reventa se pagaba las clases de contabilidad, y así se pudo casar con Milagros Larrouy Orive, hija de una "familia muy maja de Bilbao", dice un amigo, y, según reza un cartel en La Gruta, "gran mujer y más aún madre".
Antes de la Guerra Civil, la pareja vivía ya en Madrid con sus tres niños, José María, Julián y Florentino. Al estallar la contienda, Milagros se trasladó a Bilbao a ver a la familia y no pudo volver a la capital: el cuarto hijo, Eduardo, sería el único bilbaíno de los siete que nacieron.
La pareja había llegado a Madrid hacia 1930 con una mano delante y otra detrás, pero Julián fue contratado como contable en SAGE, una distribuidora de cine. Allí trabajó unos años, hasta que "un día se hartó de apuntar beneficios para otros, dijo 'coño, esto lo puedo hacer yo' y, con siete mil duros que le pidió a un amigo, alquiló un solar cerca de Manuel Becerra y montó un cine de verano".
Eso cuenta un viejo conocido suyo, y aunque lo de las pesetas prestadas puede ser falso, los Reyzábal no debían andar muy boyantes en aquella posguerra de depresión y estraperlo; de hecho, Milagros se puso a trabajar de taquillera mientras Julián regentaba el negocio y barruntaba otros.
Reyzábal hizo entonces su segundo movimiento genial: el campesino zorruno vislumbró que en aquella España cutre y de tercera, los cines serían un refugio, casi una segunda casa para aquella gente que no tenía otra cosa salvo hambre, tiempo y sabañones. "Se inventó las salas a la americana: butacas cómodas, baños de mármol, calefacción, refrigeración y sesiones todo el día. Así cambió los usos de la distribución: las copias se vendían por fechas, para tres pases diarios; él empezó a hacer seis o siete al día. Mismo coste, más beneficios", explica un veterano director que trabajó con él.
Reyzábal nunca dejó de cultivar su gran afición, el frontón. Construyó El Hogar de la Pelota en el mismo solar donde tuvo su primer cine. Después haría su propio frontón en la casa de Miraflores para enseñar a sus hijos varones los secretos del bote pronto. El mayor, José María, fue campeón de Castilla y de España de pala corta. Pero su ojo clínico le dijo que el mejor sería El Cachorro y así fue: Jesús Reyzábal fue varias veces campeón de España de pala por parejas en los años 60, y medalla de plata en los Juegos de México, 1968. Antes de eso, el dinero había empezado a llegar en tromba a las taquillas. Pero peseta que entraba, peseta que se invertía. Con olfato de cazador, Reyzábal fue comprando salas y salas, otro cine de verano, varios de invierno, y solares en barrios como Vallecas, sitios de aluvión por los que nadie daba un duro.
Quizá iluminado por Nuestra Señora de Begoña, el empresario anticipó el rumbo de la sociedad del ocio del futuro, y lo hizo con tanta fe que empezó a construir sus propias salas, lo que le metió, de lleno, en el negocio del ladrillo. A finales de los 50, Reyzábal era dueño de varios de los cines, locales e inmuebles con más glamour de Madrid y Bilbao: unos en la Gran Vía, otros en Fuencarral, Princesa o Goya, sin olvidar la periferia. La lista incluía el Montera (que fue el primero), el Palacio de la Prensa, el Carlos III, el Callao, el Ciudad Lineal, el Bristol, el París, los Roxy, el Consulado, el Bilbao (cuya marquesina se vendría abajo en 1993 causando seis muertos), el Canciller, el Versalles, el Victoria... Según otro relato romántico, Reyzábal compró el Callao en 1970 un día que la familia Curet estaba reunida en consejo. "Se presentó en las oficinas con el maletín, dijo 'quiero ese cine' y sacó los 168 millones en metálico", recuerda un ex empleado suyo.
Ese mismo hombre fiel explica que Reyzábal compró así, en crudo y en directo, muchos solares al sur y al norte de Madrid. "Sabía que valdrían muchísimo en el futuro. Así que iba con el coche y el dinero envuelto en papeles de periódico y se hacía el paleto. Le decía al pastor, o al que tocara: '¿Usted me vendería esto? Tengo aquí un dinero...'. Los impresionaba tanto que se iban al notario".
El gran pelotazo llegó entre 1955 y 1960. A medida que se iban licenciando, el patrón iba dando a sus hijos puestos de responsabilidad. A José María, el mayor, que le sucedería al frente del grupo, lo colocó al frente de la productora y distribuidora Izaro Films (Izaro es la isla de Vizcaya que se convirtió en logotipo de la empresa), boyante negocio que rodó y proyectó películas de bajo coste y gran recaudación en los años 60 y 70, en la mejor línea Alfredo Landa, Ozores, Esteso y Pajares. Izaro fue el prototipo del éxito de los Reyzábal, que primero estrenaban en sus salas y luego vendían las películas a los distribuidores de provincias.
Los demás hijos tampoco vaguearon: Jesús, el pelotari, que era aparejador, fue colocado al frente de las obras y construyó varios edificios en la Castellana; Fortunato (el economista), llevaba la administración; Florentino (abogado) seleccionaba películas; Eduardo (químico) se dedicó a los productos de belleza Reyza...
A Julián, o Juliancho, le gustaba el rock y su padre le encargó de las "salas de juventud", otro invento genial de don Julián, que aprovechó el desarrollo económico para ofrecer bailes y conciertos a la clase baja en los sótanos de los cines.
Llegaron las boites, las salas de fiesta para la burguesía pintona e incipiente, Xenon, Cleofás o Windsor (que luego sería alquilada al Corte Inglés, del que siempre anduvo tan cerca don Julián gracias a la amistad de su hijo Eduardo con los sobrinos de Areces), locales míticos en los que actuaron temporadas enteras Tip y Coll, Bigote Arrocet, Moncho Borrajo, Alberto Cortez, Serrat y otros, también extranjeros.
Don Julián apenas aparecía por allí, claro. Andaba ya mayor, y la muerte había empezado a acechar a la familia. Eduardo murió a los 45 años de un cáncer de laringe; Fortunato, de un infarto en una cacería a los 42... Don Julián llegó a septuagenario, pero no imaginó nunca que la torre de sus sueños, la que encarnó su poder financiero y reflejó el colosal amor paterno de un hombre entregado a sus hijos, acabaría ardiendo como una pira el 12 de febrero.
La fantasmal imagen del edificio, herido pero de pie, como el roble herido por el rayo, es quizá la mejor metáfora de este Julián Reyzábal que pasó de campesino, pelotari y reventa a multimillonario discreto. "Tenía pocos amigos", resume su leal colaborador, "pero la familia era todo para él. Yo lloré la otra noche viendo arder el edificio. Su aventura no merecía ese final".
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