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Columna
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Matones

Me acuerdo de mi colegio. Era católico, bien construido, con las aulas mirando al sur, soleadas y saludables (creo que tiraron las viejas aulas para construcción de pisos, y las nuevas ya no miran al sur). Nos educaban en la caridad y los buenos sentimientos con tortazos impresionantes, mareantes, profesionales. Fue en la gran Granada gris de los años sesenta, y entonces era potente la capacidad de crueldad de los niños, no tan niños, muchachos diestros en perseguir al compañero y amargarle la vida y obligarlo a vivir dolorido, abrumado a la sombra de sus queridos condiscípulos, que lo perseguían por los pasillos y las clases soleadas.

Entre los 12 y los 14 años sufríamos una subida de crueldad, y luego mejorábamos, alcanzábamos un punto de madurez fisiológica y psicológica. Reservábamos la crueldad para más adelante, para la futura vida real, adulta. Las cosas no cambian en los colegios: hay ahora un muchacho en un instituto de Coria del Río, al sur de Sevilla, que, reconociéndose homosexual, dice que sus compañeros le escupían, lo llamaban mariquita, lo obligaban a usar el aseo de las niñas, sistemáticamente, hasta forzarlo a dejar de ir al instituto. La bestialidad colectiva despliega una crueldad superior a la del peor de los miembros del grupo.

El muchacho tiene ya 16 años: lo que antes les sucedía a los niños a los 13 años, ahora les sucede a los 17, edad de alguno de los matones que lo martirizaban. La inocencia delincuente dura ahora más que antes. La fiscalía de Sevilla ha intervenido en el caso, un caso de bullying, de acoso, de abuso, de intimidación (un bully es, en inglés, un matón, alguien que aprovecha la debilidad del prójimo para fastidiarlo). Estas cosas llevan ocurriendo años, décadas; eran tan naturales que ni tenían nombre, pero ahora las descubrimos judicialmente gracias al mundo anglosajón, a los Estados Unidos de América, que parecen haber alcanzado un grado más alto de moralidad, más evolucionado, y van fijando la lista de los pecados públicamente perseguibles, los mandamientos, por decirlo así.

Está bien que la fiscalía intervenga en defensa del joven ofendido, que también ha salido en Canal Sur. La televisión se ha convertido en intimidad pública, alma masiva, confesionario abierto y estrado de acusadores. El dolor es comercial. Los institutos, los colegios, siguen siendo lo que eran: una muestra del mundo en general, infantil, adolescente y adulto. Los niños practican lo que ven, y su inocencia o inexperiencia los hace especialmente malos: no prevén las consecuencias de sus actos, no miden su energía. William Golding imaginó en El señor de las moscas a unos niños náufragos en una isla, malvados absolutos en cuanto tuvieron oportunidad de serlo. Golding había sido maestro y, según contaba, no conocía a nadie peor que sus jóvenes alumnos. Los niños hacen lo que todos, se adaptan al clima moral. Y, en nuestro clima moral, sigue viva la destemplanza contra quien no comparte costumbres sexuales, culinarias, económicas o religiosas. Es el clásico gusto de dominar, con cualquier pretexto, en cualquier campo, sexual, culinario, económico o religioso.

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