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Columna
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Greenspan

En un editorial de The New York Times se incluyó la pregunta: "¿Quién necesita a Dios si tenemos a Greenspan?". Bien. La cuestión es: ¿existe Greenspan? Su predecesor en la presidencia de la Reserva Federal de Estados Unidos, Paul Volcker, de pensamiento demócrata, era considerado un subversivo por la gente de Reagan. Cuando al fin se retiró, un cancerbero dijo: "Hemos acabado con ese hijo de puta". Es decir, Volcker existía.

Nunca antes me había planteado la cuestión de la existencia de Alan Greenspan. De vez en cuando oía en los informativos que Greenspan había hablado, había dicho algo. Se creaba un suspense. Se sentía en las ondas la suela del zapato de charol de sus palabras. Se mascaba el tipo de interés. Y entonces iba Greenspan y decía: "Quien tenga tienda, que la venda, y si no que la atienda".

Para mí, el señor Greenspan pertenecía al orden de la medición del mundo, como los husos horarios o el meridiano de Greenwich. El tipo de interés y Greenspan eran una misma cosa, al igual que Newton y la manzana de la gravedad o Mendel y sus guisantes lascivos. Hemos crecido con la ley de la infalibilidad de Greenspan, extendida a los jefes de bancos centrales. A diferencia de los jefes religiosos que gozan de ese don, la mejor prueba de la existencia de Greenspan era su silencio. Los líderes religiosos tienen que emplearse a fondo, con el riesgo de confundir el dogma de la Inmaculada Concepción con el Plan Hidrológico. En cambio, y en sus propias palabras, el primer mandamiento de Greenspan es: "No decir apenas nada, y desde luego, nada interesante". Eso es dificilísimo. Cualquier persona, por tonta que sea, corre el peligro siempre de decir algo inteligente. Cuando se produjo la guerra del Golfo, Greenspan declaró ante el consejo de la Reserva: "Quizá la actuación más importante que podemos desarrollar en esta turbulenta situación es precisamente no actuar". El mundo está lleno de seres condenados a la inexistencia. Greenspan parecía un ser elevado a la inexistencia. Pero el otro día se presentó en carne y hueso en el Senado norteamericano para apoyar el proyecto depredador de Bush de privatizar las pensiones públicas. Lástima. Era más humano aquel Greenspan inexistente, aquel cuerpo astral al que oí decir en perfecto inglés: "Cada cosa en su tiempo, y los nabos en Adviento".

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