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Columna
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POTAUG

Dar los buenos días de un modo convincente es un arte, y como cualquier arte responde no sólo a la sabiduría personal, sino a un estado de civilización. Hay gente que da los buenos días con una sonrisa tan clara que ayuda a limpiar de nubes el cielo y a poner un café con leche en el corazón de la mañana. Buenos días, y se aligera el tráfico, y se ordena la mesa de trabajo, y se encienden las bombillas fundidas de las escaleras. El arte del saludo pertenece a la simpatía personal y a la tranquilidad de una vida que sabe levantarse, salir a la calle, respirar el aire libre y acudir a la oficina con dignidad de espíritu. Por mucha simpatía que conceda el nacimiento, resulta difícil mantener el arte de los buenos días bien dichos cuando la civilización pierde lustre, y enseña los colmillos, y coloca las horas cuesta arriba desde que ponemos el pie en el suelo. Granada es mal lugar para que alguien te de los buenos días. Y no se trata ahora del conocido y misterioso carácter de la ciudad de la Alhambra, con sus puñales de óxido anímico, sino de la nueva educación sentimental del área metropolitana, muy parecida a un ataque de histeria en nombre del desarrollo. El granadino ejemplar no es ya el ciudadano que respira la melancolía de las pequeñas plazas, ni el paseante que se abandona al rumor de los arroyos y las fuentes, sino el individuo cascarrabias que se levanta dos horas antes de lo debido, en una urbanización mal comunicada de un pueblo de los alrededores de la ciudad, feo, mal terminado, inhóspito, tan desagradable como el atasco que separa una casita adosada de un puesto de trabajo o de una gestión en el centro.

Los albañiles que se caen de los andamios no saben dar los buenos días. El POTAUG es el Plan de Ordenación del Territorio de la aglomeración urbana de Granada que se aprobó en 1999 para imaginar con un poco de sentido común el área metropolitana. Este plan es hoy un potaje, un poutaje, en el peor sentido de la palabra. Sobre la dinámica dura de la especulación, con presupuestos municipales que dependen de las licencias de obras y del cemento de las constructoras, la ciudad y los pueblos crecen sin orden, a golpe de siniestro laboral, devorando la Vega y aniquilando el patrimonio ecológico e histórico de la provincia. Un día se aprueba un plan y al día siguiente se desaprueba o se rectifica según las necesidades del negocio. Mientras abundan los pisos vacíos en el centro, porque los pisos vacíos son hoy la hucha de oro de los ahorradores, estallan con agresividad las urbanizaciones en los pueblos de la Vega. Perecen casa edificadas a cinco minutos del centro. Pero como el tiempo es flexible cuando faltan infraestructuras y medios de comunicación, los cinco minutos se transforman en una hora y media de atasco, en un mal levantar, o en un caerse, y en una predisposición a la vecindad endemoniada y al sentimiento trágico de la vida. El área metropolitana de Granada es un desarreglo, una carrera gobernada por alcaldes que quieren dejar su huella, y edifican por su cuenta, y no se ponen de acuerdo, y poco a poco venden el suelo de sus municipios y lo entregan a la especulación. Resulta imposible dar bien los buenos días en medio de este torbellino. Es un arte que se está perdiendo en Granada. El POTAUG no está para bromas.

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