_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Caso abierto

Los dos jóvenes se subieron a un tren en Madrid, con rumbo a Toledo. Uno había nacido en Santiago de Compostela, se llamaba José Robles, tenía diecinueve años y estudiaba Filosofía y Letras. Años más tarde, en plena Guerra Civil española, lo iban a acusar de ser un espía fascista y sería fusilado. El otro, un año mayor, era norteamericano, de Chicago, vivía en una pensión de la Puerta del Sol mientras esperaba que le diesen una plaza en la Residencia de Estudiantes, seguía un curso de Lengua y Literatura españolas en el Centro de Estudios Históricos y escribía novelas que, dentro de muy poco, iban a consagrarlo como uno de los autores decisivos de su tiempo: se llamaba John Dos Passos. Entablaron conversación y se fueron juntos a ver El entierro del conde de Orgaz. Así, con el relato de ese primer encuentro entre el autor de la célebre Manhattan Transfer y su futuro traductor al español, comienza el libro Enterrar a los muertos, de Ignacio Martínez de Pisón.

Robles, un tipo tan voluntarioso que aprendía ruso para leer a Tolstoi, igual que Unamuno había aprendido danés para leer a Kierkegaard, fue poco después a Norteamérica para dar clases en Baltimore, pero sus vacaciones las pasaba con su familia en la capital de España, tras alojarse unos días, tanto en el viaje de ida como en el de vuelta, en el apartamento que Dos Passos tenía en Nueva York. Allí, al poco de aparecer la versión original de Manhattan Transfer, empezó Robles su versión española del libro, a la vez que su esposa Márgara acometía la de otra de las obras de Dos Passos: Rocinante vuelve al camino, en las que su amigo recreaba sus primeros viajes por nuestro país. En 1931, Robles solicitó un año sabático que pasó en Madrid y, gracias a su afición a los cafés y las tertulias, se hizo muy amigo de Valle-Inclán, León Felipe, Ramón J. Sender, Rafael Alberti y Francisco Ayala. Hasta junio 1936, los continuos viajes de los dos amigos no impidieron que su amistad se consolidara a base de encuentros breves y cartas largas. Ese año, como todos, Robles también vino a Madrid a pasar el verano.

Al producirse la sublevación militar, Robles se puso al servicio de la República y sus conocimientos del idioma ruso lo llevaron, en calidad de traductor e intérprete, a las distintas sedes en que se reunían los consejeros enviados a Madrid por la Unión Soviética, los hoteles Alfonso, en la Gran Vía, y Palace, frente a las Cortes. En noviembre, cuando el Gobierno se trasladó a Valencia, Robles pudo elegir entre ponerse a salvo volviendo a Estados Unidos o seguir a sus camaradas, que fue lo que, finalmente, decidió hacer. En la ciudad levantina, se desdoblaba trabajando para el Ministerio de la Guerra y para la Embajada de la URSS, pero también disfrutaba reuniéndose en los cafés de la ciudad con Corpus Barga, Rosa Chacel, Max Aub o viejos amigos como Ayala o León Felipe. Una noche, cuando los Robles "acababan de cenar y Pepe se disponía a leer un libro de relatos de Edgar Allan Poe -escribe Martínez de Pisón-, llamaron a la puerta y (...) sin dar explicaciones ni atender a sus ruegos, le ordenaron que los acompañara." Márgara sólo lo vería dos veces más, tras una larga búsqueda, en la Cárcel de Extranjeros de la ciudad, situada junto al río Turia. Después, fue fusilado.

Es un libro absorbente, hermoso e intenso el de Pisón, a veces apasionado hasta la injusticia: creo que se equivoca en sus ataques a Alberti, que "había cambiado su chalina y su sombrero de poeta por el mono y las alpargatas de los milicianos" para convertirse en "una de las estrellas más rutilantes del comunismo español", y que cae en la trampa -o quizá se tira a ella- de condenarlos con la pruebas que dieron en su contra sus enemigos políticos -gente como el admirable pintor Eugenio Fernández Granell, militante del POUM-, que siempre deben relativizarse, por interesadas. En cualquier caso, si a Alberti le culpamos casi de la muerte de Robles por no hacer lo suficiente para salvarlo -que, en realidad, no podía ser mucho, según vemos en Enterrar a los muertos- ¿a cuántos culpamos de la de Lorca o Miguel Hernández?

La reconstrucción que hace Pisón de las ciudades de Madrid y Valencia durante la guerra, y de la vida cultural que latía en cafés y reuniones privadas en mitad de los escombros y los bombardeos, son extraordinarias. Y su relato del calvario y muerte injustificables de José Robles, horroriza con una sóla frase: "No se fusiló a un traidor: se fusiló a un hombre para hacer de él un traidor." Qué espanto.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_