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Columna
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Sábado de ceniza

Un día, hace algo más de tres décadas, le salió a Madrid, entre los populares y populosos Cuatro Caminos y el último tramo de la anchurosa Castellana, infamada entonces con el nombre del Generalísimo, un socavón enorme, fruto de una excavación como nunca se había visto por estas latitudes. Durante meses, los madrileños, inveterados mirones del trabajo ajeno en las obras públicas, acudían a asomarse a la hondonada y discutían sobre los motivos y destinos del gran agujero en el que se afanaban legiones de obreros y brigadas de imponentes máquinas, motivo de asombro y de contento para los ociosos paseantes. La hondonada, como había sentenciado previamente uno de los numerosos expertos que se juntaban al borde del abismo, resultó ser una plantación de rascacielos, las máquinas roturaban como tractores agrícolas y los operarios sembraban, abonaban, cimentaban y plantaban lo que luego serían orgullosos menhires, iconos poderosos y discernibles símbolos fálicos erigidos para el culto del poder y del dinero y financiados sus representantes más conspicuos, los grandes bancos, las grandes inmobiliarias y los grandes comercios.

Junto a la horizontalidad ciclópea y engañosa de los Nuevos Ministerios, la verticalidad impaciente y soberbia de los constructores de Babel que nunca escarmentaron y siguen su escalada hacia el cielo. Los rascacielos imponen a los que los miramos desde abajo, y esta postura, incómoda y sumisa, nos marea y nos anula. Por supuesto, desde sus cúpulas la sensación es inversa y a los ojos de sus poderosos inquilinos los transeúntes aparecemos como diminutos insectos, deshumanizados, convertidos en números, sujetos y objetos de compraventa, recursos humanos en sus fructíferas explotaciones.

Este último sábado de ceniza prendió la antorcha de uno de los edificios pioneros del pétreo bosque de Azca y los ciudadanos noctámbulos, o desvelados por las imágenes intempestivas de la televisión, acudieron en masa a hipnotizarse ante sus luminarias. Prendió también la noticia de que no había víctimas y la expectación creció, liberada del peso de la culpabilidad. Jóvenes clientes de las discotecas y discobares que forman un rosario en la zona salieron, copas en mano, al aire enrarecido pero vibrante y apoyados en el pretil del puente que atraviesa la reivindicada Castellana, gozaron de la inmensa falla en la madrugada del domingo de Piñata. Polvo y cenizas en los inicios del reinado de doña Cuaresma.

Lunes de penitencia para los ciudadanos de a pie, usuarios de transportes públicos o de vehículos privados. Lunes, dos veces maldito, con olor a chamusquina, lunes negro que algunos de nuestros clérigos integristas verán como un castigo divino por los innumerables pecados de los madrileños réprobos, pecadores a los que Rouco sancionó con su anatema, laicos y laicizantes transgresores, devotos paganos de don Carnal y de la independencia de la Iglesia frente al Estado y viceversa. Y tras los momentos de estupor, días de reflexión alrededor del edificio moribundo, con las consabidas cascadas de denuncias y contradenuncias, trasvases de competencias e incompetencias, negligencias y sospechas. Cortinas de humo sobre las reliquias de un icono empequeñecido y devaluado, quemado por la envidia y por la competencia de obeliscos y monolitos, más altos y más esbeltos en las proximidades. La inmaculada Torre Picasso, con su pureza de líneas, viste de blanco impoluto tal para hacerse disculpar por su estatura y su prestancia.

Esa incómoda pirámide de carbón y hormigón enlutado renacerá de sus cenizas como fénix; ese baldón no cabe en la aspirante olímpica; esa antorcha nunca debió arder en este parque temático, emblemático de la arquitectura madrileña, fortaleza de cristal y metal que se prolonga con bastiones rotundos como las Torres de Europa y culmina con las inclinadas y convergentes de Kio, tan audaces como sus desafortunados promotores cuyos equilibrios financieros y sus ingenierías contables les llevaron del banco al banquillo y de la cúpula a la celda. El alcalde Gallardón, urbanista y soñador de fantasías inmobiliarias, ha visto las primeras nubes en el vertical horizonte de la ciudad futura.

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