Europa
Si hoy es domingo, esto es... Europa. El próximo domingo estamos convocados a las urnas para dar un nuevo empujón al proceso de construcción europea. Hay quienes prometen que será un empujón hacia adelante; hay quienes aseguran que será un empujón hacia atrás. Piden el sí unos sindicatos, pero no otros; unos partidos de izquierda pero no otros; unos grupos conservadores pero no otros; unos partidos nacionalistas pero no otros. Una vez más, acaso más que nunca, Europa se nos muestra como algo muy, muy lejano.
El argumentario más conservador, siempre fiel a sí mismo, denuncia la letra pequeña de un texto que repudia por antiliberal, cuasi socialista. Se trata, en su opinión, de un proyecto estatista, limitador de la libertad (liberticida, según algunos), que entroniza a "políticos y burócratas" (eurócratas) como gran adversario interior. Miran con lupa el Tratado y descubren insidiosas formulaciones, como esas que hablan de la promoción de "un mercado interior en el que la competencia sea libre y no esté falseada", o del compromiso de la Unión Europea con el desarrollo sostenible y el comercio justo. Según el primer mandamiento del credo neoliberal, si la competencia es libre no puede (por definición) estar falseada. Lo mismo cabe decir del comercio: si es libre es justo, por lo que hablar de comercio libre y justo es un pleonasmo. ¿O es algo más? Formulaciones como estas no son otra cosa, dicen, que una puerta abierta al intervencionismo estatal en detrimento del funcionamiento libre del mercado. Una dinámica económica "justa" o "no falseada" acabará siendo menos libre.
Precisamente lo contrario de lo que sostienen las izquierdas que piden el no, para quienes el texto está lleno de buenas intenciones que se contradicen con la realidad. No se soluciona el déficit democrático, se concentra el poder en los estados y no se garantizan los derechos sociales. También se fijan en formulaciones potencialmente contradictorias, como esa que reivindica "una economía social de mercado altamente competitiva", y advierten, razonablemente, que en ausencia de garantías para que esos derechos se hagan realidad los compromisos recogidos por el Tratado se tornan retóricos y apenas cabe esperar que sobrevivan a la vorágine de la globalización capitalista. Pero la oposición progresista está obligada a explicar algo más que su no a este proyecto. Deberían explicarse (y explicarnos) cómo esperan impulsar esa "otra Europa posible" si ni tan siquiera están (estamos) consiguiendo otra España, otro Euskadi o -tómese como concreción local intercambiable por cualquier otra- otro Bilbao posible.
El sí y el no a un tratado que es constitucional sólo por su apellido (no hay un demos europeo que constitucionalizar) compiten por conquistar a una ciudadanía que, tengo la impresión, está bien retratada por el historiador Mark Mazower cuando escribe: "La democracia conviene ahora a los europeos en parte porque está asociada con el triunfo del capitalismo y en parte porque implica una intrusión en sus vidas menor que en cualquiera de las alternativas. Los europeos aceptan la democracia porque ya no creen en la política". Pero sin una ciudadanía políticamente activa no hay democracia que pueda sostenerse. Y su ausencia o su debilidad no debe achacarse exclusivamente a los impulsores de esta Europa.
Lo señalaba Máximo en su viñeta del pasado martes: "Si vivimos en un mundo supercapitalista y ultramilitarista, lo raro sería que la constitución europea proclamase el desmantelamiento del ejército y el reparto de beneficios". Pero tanto o más raro que esto es que la constitución europea no consagre miméticamente el militarismo y la privatización de los beneficios. Teniendo en cuenta los tiempos que corren es precisamente este lenguaje de los derechos, los valores y la solidaridad, lo que constituye un referente precioso al que no podemos, sin más, decir que no. Que luego sea sólo retórica dependerá cada vez más de nosotros mismos. De lo más o menos intrusiva que consideramos la democracia.
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