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Columna
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Culturas

La muerte de Arthur Miller me ha invadido de recuerdos suyos, de su esposa Inge Morath, de la hija de ambos, de la madre de Inge y de la vida familiar de todos ellos que tuve la suerte de compartir en dos breves ocasiones en su casa de Connetticut. Recuerdos entrañables, tristes al haber quedado sepultados en la inmovilidad de la fotografía, y también ricos en las experiencias y los conocimientos que pude adquirir y que permanecen vivos.

Con ellos aprendí de su hospitalidad, naturalidad, sobriedad, actividad incansable, disciplina, integridad, creatividad y conocimientos, admiré su habilidad para atrapar cualquier idea y darle vueltas hasta preñarla de interés, y comprobé que dos modos diferentes de ver y sentir Sevilla enriquecen la opinión que se puede tener de la ciudad. También me esforcé en comprender a otros intelectuales sobre los que Arthur Miller, independientemente de que tuviera más o menos conocimientos que ellos, que no lo sé, se imponía inmediatamente sin pretenderlo, le bastaba su enorme personalidad física y su sentido del humor. En cualquier caso, entre todos ellos e Inge Morath había algún tipo de distancia que interpreté como la diferencia de cultura, si es que se puede hablar de cultura europea y cultura americana. Mi estimación cualitativa fue que la europea es más vieja y que ellos tienen la potencia y la ingenuidad de lo recién estrenado. En la discreción de Inge y en su tipo de inteligencia se notaba que era europea, una austriaca que conocía muchos idiomas y comprendía muchas culturas, entre ellas aquella en la que vivía desde hacía muchos años, y la mediterránea, como demostró a quienes la conocieron en sus viajes a Sevilla.

Ambos visitaron esta ciudad como turistas en los años 60 y admiraron su belleza y sus monumentos, pero mientras Inge Morath era capaz de integrarse rompiendo sus costumbres y su disciplina, Arthur Miller se resentía de nuestro horario y del muy diferente valor que le dábamos al tiempo. Ella volvió más tarde para un reportaje fotográfico sobre la Feria y en otra ocasión para conocer la Semana Santa sevillana, que le fascinó, pero de la que, por saber que no le interesaría, apenas habló con su marido. Dos culturas o dos maneras, entre las muchas que habrá, de sentir una ciudad.

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