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VISTO / OÍDO
Columna
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Dresde

La ciudad de Dresde fue destruida, con sus habitantes dentro, hace sesenta años: se conmemora. El crimen de guerra era nuestro: quiero decir de los que deseábamos que fueran los aliados, también llamados demócratas, los que ganasen. No sólo por la idea estúpida de ver triunfar el bien sobre el mal (¿qué bien, qué mal?), sino por la esperanza de que nos librasen de Franco. No fue así: querían a Franco, que no sólo se había proclamado campeón de la lucha contra el comunismo, sino que, hasta entonces, había matado mas comunistas que nadie en Europa. Y había incitado a los alemanes a destruir España: Guernica fue obra suya. Y Madrid.

Interesa recordar Dresde, ciudad civil, al margen de la guerra que se desarrollaba sobre el suelo alemán, porque nos hemos acostumbrado con demasiada facilidad a culpar de todo a los alemanes, y éstos a los nazis, y conviene saber que el espíritu de destrucción y el crimen de guerra es universal. Llegaría después Hamburgo, con bombas incendiarias; y, apocalipsis final, Hiroshima y Nagasaki. Yo soy pacifista, si es que me decido a atribuirme algún ismo: rechazo todos por su carácter de exaltación, y no de racionalidad. Pero el pacifismo no es un extremo, ni requiere exaltación: y antes se perseguía al pacifista. "La paz no es un reposo cómodo y cobarde frente a la historia", decía varias veces la jaculatoria de Radio Nacional antes del informativo (al que llamábamos parte, como los de guerra). Terminaba: "Españoles, alerta. España sigue en pie de guerra contra todo enemigo del interior o del exterior" (autor, Juan Aparicio).

Proclamarse pacifista era ser un enemigo del interior. ¿Se puede ser ahora? No creo. Hace poco mandaba Aznar una pequeña hueste contra el enemigo del exterior, pobres bagdadíes, como hace años mandó Franco una gran hueste contra la URSS, al grito de "¡Rusia es culpable!". ¿De qué eran culpables los rusos de Stalingrado? Ni más ni menos que los alemanes de Dresde o los japoneses de Hiroshima. Y los vascos de Guernica. Quizá la conmemoración de Dresde tenga un sentido: la de recordar que no hay crímenes de guerra, sino guerras, y en todas ellas se cometen crímenes; y que, como se pudo proclamar en vísperas de la de 1914, las guerras las ganan siempre los dirigentes y las pierde siempre el pueblo. Ni los soldados americanos muertos en Irak van a ganar nada ya, ni los iraquíes se encontrarán con la hurí. Eso, ni en la tierra.

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