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Columna
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Contra la melancolía

La melancolía por el desastre del Carmel invade el presente barcelonés. Al inicial asombro incrédulo, a la inmediata indignación por la magnitud de la imprevisión, se añade sobre los ciudadanos esa languidez tristona y neblinosa que impulsa a esconder la cabeza bajo el ala, a lamerse viejas heridas o a buscar consuelo en las zapatillas de la fatalidad con un no hi ha res a fer. El pasado ha resucitado, y la conmoción, por la ignorancia, la falta de memoria y la incompetencia, es de consideración. La procesión aún va por dentro.

Ni tecnócratas, ni sabios, ni burócratas, ni planificadores, ni empresarios, ni altos comisionados, ni el gotha de los expertos sabían lo que estaban haciendo cuando decidieron remover el fondo del barranco del Carmel: ellos, guiados por la mejor de las intenciones, sólo veían el metro. Oh, el metro, promesa de libertad, de proximidad, de modernidad, de tecnología, de bienestar. ¡Llevemos el metro a los barrios! Las constructoras lograron el encargo abaratando costes y a cambio de concesiones: estamos en familia, nos conocemos. Todos salían ganando: los vecinos con el metro, los políticos con los votos, las empresas con los dineros. Es lo normal, lo legal, lo establecido hasta que algo se atraviesa en lo planificado.

Barcelona era una ciudad llena de barrancos que se fueron llenando con la especulación

Como en el cuento de la lechera, lo previsto ha caído hecho añicos. Y los añicos han atravesado, como cuchillos, las vidas de mil personas de esta ciudad. A los demás, este brutal encuentro con la vieja y tozuda realidad de la chapuza ignorante nos inunda de la perniciosa melancolía con la que se consuelan los mediocres. No hay para menos: darse de bruces, de nuevo, con la Barcelona de los incompetentes a estas alturas de la película es reencontrarse con el viejo fantasma. Y el diseño, la guapura, el coneixement, el Fórum, la grandeur inducida, quedan maltrechos en el saco del somniatruites folclórico.

A quienes recordamos y recorrimos en nuestra juventud la Barcelona de los barrancos, lo del Carmel nos ha metido en el túnel del tiempo. Veo aún el gran barranco de la calle de Mandri, el paseo con árboles que era Carlos III, recuerdo perfectamente la visión del mar desde un lugar sin altura en General Mitre, los múltiples barrancos de Sarrià, Via Augusta o Tres Torres: mis barrios. ¡Barrios de ricos con barrancos! Pues sí: esta es una ciudad de rieras salvajes interclasistas, presuntamente domesticadas, en cualquier barrio, con cemento y especulación. La obra pública llegó, cuando llegó, mucho más tarde para tapar desastres y vergüenzas. O eso creímos. Lo chusco es que la obra pública del metro desate hoy la vergüenza. Esta es la novedad del caso, endemoniado encadenado histórico.

Lo del Carmel confirma que ésta es una ciudad en la que las fachadas son más importantes que los cimientos, y la apariencia legitima una trastienda edificada sobre la basura y las capas ocultas de inconfesables intereses económicos, políticos, sociales, de aluvión. Que de esto no se libra nadie.

Con el socavón de cuerpo presente he escuchado ya el tantán habitual: compra de pisos y terrenos devaluados por el siniestro, preparación de nuevas macrooperaciones especulativas urbanísticas. Lo de siempre: sórdida vida subterránea con otros protagonistas, caras nuevas para almas históricas gemelas. Del drama de hoy saldrán algunos ganadores que ya ahora compran barato mientras esperan tranquilamente que el dinero público acuda a transformar los barrancos en terrazas y miradores a los que llegue el metro. Ninguna novedad, señora baronesa, la vida sigue, dejemos la melancolía para los pobres de espíritu; lo habitual. La tentación melancólica acecha como una nube de confusión complaciente que transforma la incompetencia en desgracia inevitable y hace de la justicia caridad pública.

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