La ciudad de Baroja
El Madrid que yo recuerdo sin haberlo vivido, lo inventó un guipuzcoano, Pío Baroja, del que apenas nos quedan ya más que los nada vieneses sándwiches de Viena Capellanes, la empresa familiar que abandonó para darse a la escritura, y tal vez las mejores novelas invertebradas de nuestra literatura ¿Reciente? A día de hoy no se echa tanto de menos ese Madrid perdido como al propio Baroja. Sobre todo ahora que la idiotez nos acorrala y la cultura se ha convertido en un asunto siniestro de cifras y de fiestas de fin de año, de informes y ferias y galas, una palabra muy fea por cierto. Pero como decía Cortázar, es mejor no hablar de la idiotez porque es un asunto muy desagradable, especialmente cuando es un idiota quien lo expone.
Al Madrid que sí recuerdo le ha escrito ahora Julio Llamazares una novela, lo cual, aún antes de haberla leído, me parece muy buena noticia. No tanto porque eche de menos mi infancia sino por que echaba de menos a Llamazares y cualquier excusa para traerlo de vuelta me parece buena. Volviendo a la feria, a la de arte contemporáneo, antes de que nos lancemos a bailar sobre la tumba del arte conceptual, como si fuera el entierro de la sardina, conviene recordar que Charles Saatchi no es un profeta sino un negociante y que en cualquier caso, para un país como este, que vive la marea de la cultura desde una distancia más que prudencial, el arte conceptual no puede morir cuando apenas ha nacido. Ya que no estamos en la vanguardia de la agitación artística no queramos ponernos a la vanguardia de sus muchas muertes. Primero hay que hacer los deberes. Así que no vendría mal que alguien recordara a los editores de los distintos telediarios que sus irónicos comentarios sobre si esto o aquello es arte, resultan tremendamente aburridos e insustanciales. Que muestren la feria o que no la muestren, pero por favor que no la comenten. La casualidad y el amor han querido que de una presentadora nos hagan una reina, pero de ahí a convertir a Matias Prats o a Lorenzo Milá en los patrones del rumbo del arte va un abismo. Vayan a Arco y juzguen por ustedes mismos, sabiendo que su juicio, como el mío, puede carecer de valor. A las montañas no les importa si uno prefiere la playa, al arte tampoco le preocupa su gusto, querido amigo, tiene su propia dinámica. Lo cual nos lleva a Baroja, bueno en realidad no nos lleva, más bien al empujo, y al deterioro notable del tejido cultural de esta ensalada de naciones, pero según iba a empezar a comentarlo me derrumbo.
De nuevo la idiotez expuesta por un idiota, de la que hablaba Cortázar, así que hagan como que no he dicho nada. ¿No me había jurado no convertirme en uno de esos columnistas iracundos que parece que vienen siempre cabreados de casa? El único escritor iracundo digno de mención es Celine y para llegar a Celine hay que haber perdido una guerra del lado de los villanos y el alma por el camino. Pero no habíamos venido a hablar de Celine sino de Baroja, y ahora que los pongo juntos en la misma frase me doy cuenta de que no son precisamente los escritores más alegres del mundo. ¿Por qué será que en la literatura, en la buena literatura, las desgracias ajenas nos resultan reconfortantes? Tal vez porque apuntalan las propias o tal vez porque en realidad lo reconfortante es la buena literatura con desgracias o sin ellas. Cuando era más joven forjé mi primera concepción de la novela sobre tres modelos: Kafka, Dostoievski y Baroja. Kafka resultó enseguida un modelo estéril, inabordable, un escritor que se autodestruye como los mensajes de misión imposible y que destruye a cualquiera que se acerque, un escritor que sólo se puede leer, pero del que no se sacan más que frustraciones. Dostoievski es más generoso, pero a poco que no sea uno ruso, asusta. Cuando estás empezando a tocar el piano siempre tienes la sensación de que se va a cerrar la tapa pillándote los dedos. Así que en seguida y por eliminación, terminé por quedarme con Baroja. Lo digo con pudor y con profundo respeto, pero cada vez que me pierdo, pienso en Baroja. Un guipuzcoano que me regaló una ciudad que ha terminado por ser la mía y un oficio que aún estoy tratando de aprender. En mi imaginación Baroja tiene la santa paciencia de dejar siempre la tapa del piano levantada.
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