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Autoinmolación dinástica

HUBO UN TIEMPO en que el orden republicano se imponía por revolución. La violenta solución fue inaugurada en Inglaterra por Oliver Cromwell y la ejecución del rey Carlos I de Inglaterra para imponer su puritana república. La cosa culminó con la degradación pública del último emperador manchú y los asesinatos contra la familia real del zar, en la Revolución bolchevique. Años después, en España, Don Alfonso, muy civilizado, y tras una modestas elecciones municipales, partió para el exilio. Las formas de abdicación o cese conducentes al fin de la monarquía han sido tan variadas como imaginarse pueda.

Está surgiendo, sin embargo, una nueva, que nos viene precisamente de la isla de Cromwell. Se trata de la descomposición por el ridículo, la desmesura y la incoherencia por parte de su propia familia real. La historia está llena de ejemplos de dinastías que no saben cuidarse de su perpetuación, lo cual es buen pretexto para que otra ocupe su preeminente lugar, o hasta para cambiar de régimen político. No obstante, en el caso del Reino Unido no hay pretendientes irredentos que codicien el trono de Westminster. Merced a ello, la humanidad está a punto de contemplar la dulce disolución de esta venerable monarquía y, quien lo iba a decir, su transformación en república. Ya sólo es cuestión de tiempo. Y todo ello por obra y gracia de la familia real -su graciosa majestad excluida-, pero sobre todo por la de su alteza el príncipe Carlos.

Ello sucede en un país en el cual existe una facción o partido republicano de toda la vida, pero al que nadie hacía caso por suponer que era más bien una peña de excéntricos. (Los excéntricos en Inglaterra son parte siempre del paisaje, hasta el punto de que a los ingleses les encanta llamarse a sí mismos país de excéntricos). Sus esfuerzos, piensan los súbditos, no iban a ser jamás coronados por el éxito. (Si me permiten que use el verbo coronar para referirme a republicanos). Aunque los republicanos tengan siempre algún parlamentario en los Comunes que hable de vez en cuando y anuncie a los cuatro vientos delenda est monarchia, lo que ellos no lograron ni lograrán lo conseguirá el mismísimo heredero del Trono.

Si el sabio granadino fray Antonio de Guevara, amigo y consejero de nuestro emperador Carlos V, hubiera pergeñado hoy su inmortal Relox de Príncipes, de 1524, hubiera recordado al príncipe Carlos que los ungidos como él pueden tener concubinas, pero no casarse con ellas; que sus principescas esposas deben conocer, antes de ser consortes, las normas dinásticas del linaje, y resignarse a cuanto les llegue, mas no cometer el error de divorciarse como vulgares plebeyos, o luego huir con un infiel musulmán, entre otros notorios desaguisados. El horrendo accidente que sufrió la princesa Diana, que nadie podría haber deseado, culminó con una apoteosis de cariño popular hacia la esposa traicionada, inocente y patética que hoy nadie en su tierra olvida. Al parecer, el heredero ni se dio cuenta ni entendió nada.

El futuro jefe de la Iglesia anglicana, sin embargo, se casa el 8 de abril civilmente con una señora divorciada. Mis conocimientos de derecho canónico son tan endebles que me abstengo de entrar en tan vidrioso terreno sacramental y jurídico.

El deber supremo de un monarca en ciernes -si se quiere a sí mismo moderno- es para su patria y sólo en segundo lugar para la perpetuación de su dinastía. Eso hasta un buen republicano y demócrata lo entiende. Para ello debe atender a las normas feudales a las que se debe. Y no mezclarlas con las otras, la de la modernidad. El feudalismo no puede modernizarse más que aboliéndose a sí mismo. Y puede continuar de algún modo si hay astucia y carisma. En este caso falta lo uno y lo otro. Se mezcla, además, con un verdadero genio, el que posee el príncipe Carlos de Inglaterra, para acabar con su propia dinastía e instaurar la república. Ya no hace falta Cromwell en Albión.

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