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Columna
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Piedras

Las cuatro piedras que el científico Alfred Giner Sorolla dispuso que fueran colocadas sobre su ataúd para la ceremonia que precedió a su incineración, junto a la medalla que lo avalaba como doctor honoris causa, constituyen una idónea deconstrucción de sí mismo. Esos objetos establecían una simetría metafísica con su propio organismo extenuado y reforzado con titanio depositado bajo la tapa, incluso trazaban una metáfora casi zen del trayecto de un niño que buscando fósiles encontró el mineral fundido del reconocimiento.

Quizá una de estas piedras fuera un trozo de meteorito que había hallado todavía al rojo vivo sobre la arena de la playa de Vinaròs, junto a la que vivía antes de marcharse a Nueva York y Tampa, donde reseguía el origen del cáncer hasta los huesos de los dinosaurios, verificaba con bata blanca que la paella estaba mejor de un día para otro y soportaba que le llamasen "Gainer Sorola".

Hace muchos años me mostró esa piedra con el mismo fervor que si la hubiese obtenido de su propia vesícula y llevase inscrita la fórmula de la densidad formidable que precedió al momento cero de la gran explosión.

Exceptuando al geólogo Vicent Sos Baynat, quien con los ojos hinchados de caolines me enseñó un trozo de roca lunar que había obtenido de NASA y guardaba en una vitrina en su casa de Madrid como si se tratara de una porcelana de Imari, nunca conocí otro hombre tan entusiasta de las piedras. Tenerlas allí sobre la tapa del féretro antes de ser achicharrado por un sol industrial era un modo de llevarse hasta el fondo del abismo de cenizas todos los interrogantes que acumuló sobre los asuntos de ese gran silencio sideral del que ya formaba parte y que tanto le llegó a inquietar en vida.

Pero también una ofrenda megalítica cargada de esperanza, humildad y coherencia a la especie perpleja a la que perteneció.

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