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Columna
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Mascarada

Ahí va un vampiro, del brazo de una difunta muerta de risa. Ahí va una niña que es un hada, de la mano de su madre, que es una gallina. Ahí va un ninja sombrío, junto a una muchacha que tiene clavada un hacha en la cabeza. Ahí va una piconera posmoderna y antinapoléonica. Ahí va un atildado petimetre dieciochesco que lleva bajo el brazo un perrillo disfrazado de tigre, como quien lleva el periódico. Ahí va el pirata del satén y el florete, con sus zapatos de hebillas de plata, con su mostacho arrogante de príncipe cimarrón de los mares sin dueño. Ahí va la carioca de locas caderas. El hombre espermatozoide. El hombre cama. La muchacha lámpara y el niño teletubbie.

Ahí van, por el laberinto gaditano, por callejuelas que huelen a redes y a bollería recién horneada, a sardinas asadas y a entrañas coralinas de erizo, a grifo de Cruzcampo. Ahí van todos, formando la cabalgata caótica de la dicha y la impostura, con su alegría ruidosa y urgente, de la Tiza a San Antonio, de San Antonio a la Tiza. Ahí va el carrusel de las máscaras, coreando el estribillo del año. Una multitud que avanza, compacta, como un dragón chino: los miles de colores sinuosos. Y, en cualquier esquina, ajenas a los protocolos severos del Gran Teatro Falla (que es más bien pequeño), las llamadas agrupaciones ilegales, con su golfemia verbal sin cortapisas, con su tipología casera y gamberrilla, cantándole al respetable por el gusto de cantar, por el gusto de hacer reír, hasta que acaban todos los artistas roncos y sus cuplés parecen ya susurros de espectros en la noche, porque se han dejado la garganta en el empeño, con la ayuda del relente y los cubatas.

Ahí aparece una comparsa peripuesta: el exponente del lado lírico, sufrido y penitencial de los carnavales, con sus górgoros de quejumbre almibarada. Ahí entra un coro, con su imponencia de ejército cantor, con sus laúdes y bandurrias, con su arquitectura etérea de voces acordadas. Ahí marca tipo una chirigota, sandunguera y marchosa, pasando revista al mundo: los preservativos con sabores y los príncipes de Asturias, los problemas de los astilleros y la parentela de Jesulín de Ubrique, las melancolías sexuales de la edad madura y el tinte capilar de Teófila Martínez... El totum revolutum de la vida. El revoltijo, en fin, de la realidad traducido a compases jubilosos, a suposiciones irreverentes, a rimas demoledoras en su comicidad sorpresiva y sorprendente, porque ahora toca reír, por si acaso el año nos viene como una larga Cuaresma, ya que nunca se sabe por dónde puede asaltarnos la contrariedad.

El amanecer sorprende en la calle al profesor de matemáticas disfrazado de gato, a la funcionaria de Hacienda disfrazada de hurí, al kiosquero disfrazado de maharajá de Kapurtala.

Durante unas horas, nadie ha sido quien es. Todos han sido una ficción burlesca, y esa burla provisional al destino representa quizá la esencia de los carnavales: huir de uno mismo para salir en busca de la alegría sin por qué y porque sí, de la alegría más pura. De esa alegría que está fuera de nosotros, por ser flor de una noche, quimera de una noche, antifaz que ponemos a la vida.

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