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Columna
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De deportaciones y equilibrios territoriales

Joan Subirats

Una de las obcecaciones tradicionales de Maragall, la de equilibrar territorialmente España a partir de una distribución de los centros de poder y de las instituciones representativas por todo el país, ha empezado a tener unos primeros y tímidos efectos en la política del Gobierno de Rodríguez Zapatero. Si bien Maragall llegó a proponer hace tiempo la instalación del Senado en Barcelona, la cosa no ha ido tan lejos, y lo que sí se ha acordado es que la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones (CMT) traslade sus oficinas a esta ciudad. Como es bien sabido, la noticia no ha caído precisamente bien a los afectados más directamente. Si primero se percibía cierto escepticismo o incredulidad ante la decisión, cuando se vio que la cosa iba en serio, se han sucedido las quejas, se ha manifestado buena parte de los empleados de la comisión, y por último (de momento), el mismísimo presidente de la CMT, Carlos Bustelo, aprovechando una comparecencia pública, calificó de "deportación" la decisión del Gobierno anunciada por el ministro de Industria, José Montilla. Las razones esgrimidas por Bustelo son curiosas. En su argumentación empezó recordando lo difícil que era deslocalizar un centro productivo por los problemas que generaba con los trabajadores. Pero en este caso, añadió, "al no existir razones funcionales o administrativas, sólo políticas, la deslocalización se convierte en deportación". Con esos mismos términos se había manifestado el portavoz del PP en el Parlamento regional madrileño, aludiendo a que estábamos ante "una decisión puramente política". Sería interesante saber si para esos señores sólo es funcional la racionalidad mercantil y, sobre todo, siendo ellos quienes son, qué es lo que tiene la política de disfuncional. Pero pasemos a cuestiones que entiendo de mayor calado.

Para ver la dimensión general del asunto, deberíamos referirnos a la reciente finalización del traslado a Estrasburgo de la École Nationale d'Administration, la célebre ENA, gloria y orgullo de la Administración francesa. Se han necesitado nada más y nada menos que 13 años para concluir la operación que inició Edith Cresson en 1991, cuando era primera ministra de François Mitterrand. La significación del asunto no es menor. El peso de una institución como la ENA en París y en toda Francia no tiene parangón con otra escuela de formación de élites administrativas, políticas y sociales en todo el mundo. Sin entrar en los más que dudosos métodos y contenidos pedagógicos que ha mantenido la institución durante muchos años (y denunciados hace ya tiempo por Michel Crozier, entre otros), lo cierto es que la ENA era y sigue siendo el último eslabón de una muy selectiva carrera formativa que siguen habitualmente las personas que aspiran a ocupar las posiciones de élite en las finanzas, la Administración o la política francesa. Y es usada asimismo para mantener la influencia en las antiguas colonias francesas, formando a sus dirigentes. No tiene nada que ver con la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones, por muy funcionales que sean sus tareas. La dimensión simbólica y material del traslado de la ENA es evidentemente mucho mayor, como lo demuestra lo largo del proceso seguido. Lo curioso del caso es que a la señora Cresson la acusaron también de querer deportar a los alumnos y profesores de la escuela cuando por primera vez se propuso la medida, y que pasar el centro de París a Estrasburgo era condenarlo al exilio. Pero lo que se quería entonces, y lo que finalmente se ha conseguido, era demostrar que Francia no se acababa en París y que las élites del país no tenían que ser forzosamente parisienses. Es interesante además comprobar que el traslado ha coincidido con un cambio notable de los contenidos, que se centra ahora en tres grandes ámbitos: Europa, territorios, gestión pública, internacionalizando además el cuerpo de profesores.

Deberemos ver cómo acaba la pequeña trifulca de la CMT. Se anuncian más manifestaciones y huelgas de los afectados. Pero, lo significativo será ver si a esa "deslocalización" le siguen otras de mayor calado, que tiendan a visualizar una concepción plural y plurinacional del Estado, en la línea que apunta la estrategia maragalliana. Pero dejénme que manifieste mi escepticismo si esos pequeños gestos no vienen acompañados de cambios en la manera de hacer y de concebir las tareas de gobernación general. Nos puede pasar como con la paridad de hombres y mujeres en la composición del Gobierno español. Que como señal puede ser considerada positiva, pero que cuando se profundiza un poco más y se observa el número de hijos e hijas de ministros y ministras, la cosa empieza a complicarse. La proporción de hijos e hijas de los ministros cuadruplica los de las ministras, lo que parece indicar, más allá del dato, que si una mujer quiere llegar a posiciones de poder y significación social equiparables a la de los hombres, debe renunciar a aspectos muy centrales de su condición. Y, más allá de ello, que si no se modifica la manera de entender la distribución de tareas y de papeles en el hogar, poco lograremos avanzar con paridades simbólicas.

Si aplicamos todo ello al caso de la CMT y a la voluntad de distribuir y corresponsabilizar sentido de Estado por todo el territorio, deberíamos ver cómo cambia la propia concepción del proceso de decisiones español, deberíamos ver más reconocimiento a la pluralidad institucional e identitaria del país, deberíamos oír hablar menos de peligros de ruptura y de quiebra de la unidad nacional y más de construcción de escenarios en los que se compartan responsabilidades y protagonismos. De no ser así, la trifulca sobre el CMT, e incluso su hipotético traslado, no irán más allá de una anécdota positiva en una historia de indiferencias y centralidades simbólicas y conceptuales.

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