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Columna
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El certificado

"Cuando las leyes se convierten en selva enmarañada hay que santiguarse. Por lo menos eso". Lo dice un amigo, joven artista gráfico, al que hace poco, para poder cobrar una ilustración (de 240 euros de precio), quien tiene que pagarle le pidió un certificado de Hacienda para garantizar que está al día en el pago de sus impuestos. "Es lo que marca la ley 58/2003, General Tributaria, de 17 de diciembre, que entró en vigor el 1 de julio de 2004", explica mi amigo, ufano por haber logrado, tras innumerables gestiones, el tal certificado, del que ya ha hecho un montón de fotocopias que exhibe muy contento. "Estoy orgulloso de mí mismo", dijo, "al fin he entendido el sentido de mi vida".

Mi amigo, que era el típico artista medio hippy despreocupado por el papeleo, ha vivido, con este motivo, una impactante reconversión personal. Ahora no sólo se ha puesto camisa y corbata, ha controlado sus rastas y lleva un móvil ordenador de última generación, sino que habla como un burócrata: "Los contratantes tienen, según esta ley, la obligación de exigir ese certificado al comprar cualquier cosa para evitar ser responsables subsidiarios de incumplimientos fiscales ajenos. De esta forma, hacen de inspectores de Hacienda y se mejora el control fiscal del país". Y sentencia: "Ésta es la gran tarea de las nuevas generaciones: transparencia total para todos".

Le tuve que pedir, dos veces, que me explicara lo que quería decir y lo hizo con corrección precisa y convicción misionera: "Hay mucha gente que vende cosas por ahí sin control. ¿No lo sabías? Yo he decidido acogerme a esta ley en todos mis actos vitales, así que cuando vaya al supermercado exigiré un certificado similar para comprobar que están al día en el pago de sus impuestos, lo mismo en la farmacia, en un restaurante o en cualquier otro sitio: hay que presionar a favor de la transparencia total. ¿Es ético que yo compre pan, un disco o cebollas a quien quizás no respeta sus obligaciones fiscales? Si me piden a mí un certificado, yo me veo obligado exigir otro para no ser responsable subsidiario de fraudes ajenos. Lo contrario sería discriminación. ¿No somos todos iguales ante la ley?".

Conforme hablaba se le iluminaba la mirada: se había enamorado de la idea hasta el punto de que ya imaginaba un mundo perfecto en su transparencia. "No hay excusa: hoy cualquiera, a través de Internet, puede lograr su certificado de salud fiscal en un santiamén. Es fácil con las nuevas generaciones de móviles. Así que cualquier compra ha de tener la garantía de que se hace con plena legalidad. Es lo que dijo Montserrat Caballé la noche de los Goya: ¡guerra a los piratas!". Como si estuviera en éxtasis, mi amigo apostilló: "Los artistas estamos para romper límites, ampliarlos: ésta es mi nueva obra de arte, con pleno sentido social. ¡El certificado es bello, nada más hermoso y representativo de nuestra sociedad! ¡Certificados fiscales para todos! Hay que hacer un gran debate sobre esta seña de identidad contemporánea. Si la vida consiste en comprar y vender, lo menos que se puede pedir, como condición de paz, es transparencia".

Aún no había terminado: "¡Ah!, y no admito réplica. Los principios son los principios: a rajatabla. Nada de esas componendas que tanto os gustan a los progres caducos: nada de que unos aporten certificado porque son autónomos y otros no porque son empresas grandes o administraciones públicas. Aquí quien suba al autobús debería tener la certeza de que la compañía municipal está al día de sus obligaciones legales. Si encendemos la luz ha de ser con la garantía de que la eléctrica ha cumplido fiscalmente. Y así sucesivamente. Facilísimo".

Sonrió satisfecho. "Ésta será nuestra revolución generacional. Ya nos toca mandar: fuera tanto progre de pacotilla ocupando poltronas inmerecidas. ¡Jubilaos, tíos! ¡Somos la alternativa! Y por cierto, ¡viva Bush!". Un simple certificado le llevó al cielo. Doy fe.

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