Todos gritan
La respuesta es la infelicidad de la pregunta, decía Maurice Blanchot. Siempre que pienso en esa frase me imagino a una pobre respuesta cualquiera en el momento de pensar gentilmente en la pobre pregunta y preguntarse qué sería de ella sin la compañía de ella, de la respuesta. Tardan a veces en llegar las respuestas porque se quedan entretenidas compadeciéndose de la infelicidad de las preguntas. En otras ocasiones, como en nuestro grosero pasado más reciente, deben esperar las respuestas. "No conteste ahora, sino después de la publicidad", decían, en aquel programa. Pero al menos allí una respuesta quedaba en suspenso. Ahora ni eso.
Hoy a veces no hay ya ni preguntas ni respuestas. En las crónicas marcianas o venusianas, por ejemplo, ya no hay preguntas y, de haberlas, las respuestas se dan mucho antes de que terminen las preguntas. Todos hablan o más bien todos gritan al mismo tiempo. Han instaurado una cultura de la discusión callejera convencidos de que yendo por la calle uno no se detiene a escuchar una conversación reposada entre dos ciudadanos, pero sí lo hace si estos andan discutiendo a grito pelado o pisando, palabra por palabra, la palabra del otro, y viceversa. Es la que creen que es la gran ley del espectáculo. "Déjeme terminar, que yo le he escuchado a usted" es lo que más oímos, y no se nos escapa que quien dice eso tampoco ha escuchado antes.
¿Debería haber escuchado? En otros días, esto ni se discutía, pues por algo las preguntas y las respuestas existen, fueron una realidad durante mucho tiempo. Se daba por sentado que cuando dos personas hablaban, una de ellas debía guardar silencio, pues de lo contrario, si hablaban al mismo tiempo, ninguna de las dos podría oír lo que decía la otra. Durante el silencio que se imponía a sí misma, la persona que escuchaba se hacía preguntas mentalmente y se las respondía para ella sola, porque sabía que no podía estar interrumpiendo a cada momento a la persona que hablaba. Aguardaba, pues, su turno de palabra y, durante ese silencio, al ir captando por dónde iban los tiros de lo que decía la otra persona, eliminaba preguntas de su mente. Cuando le llegaba la hora de hablar, respondía.
Al hilo de todo esto y en conversación con Paul Auster, el poeta Edmond Jabès se preguntaba qué pasaría si él tomara la palabra durante tanto tiempo que tuvieran que separarse antes de que Auster hubiera tenido una oportunidad de responderle. "Cuando volviéramos a encontrarnos, usted no tendría una respuesta, sino una pregunta. Así es como los rabinos se responden unos a otros. Cada uno de ellos ya ha eliminado las preguntas, y por tanto es capaz de decir: esto es lo que pienso", le decía Jabès a Auster. Así que no siempre hacen preguntas los rabinos, a veces dan las respuestas. Pero esas respuestas enseguida provocan las preguntas de otras personas. Una de las más famosas obras de Jabès está estructurada de esta manera. En El libro de las preguntas se interrumpe el primer diálogo, luego el segundo, el tercero, el cuarto... y de repente el primer diálogo, que parecía perdido, se recupera 50 páginas más tarde después de que hayan ocurrido muchas cosas más. ¿Se imaginan que Javier Sardá, ahora que busca fórmulas intelectuales para superar a Buenafuente, en lugar de recurrir a la seriedad profesional de Mercedes Milá, instaurara el método del libro de las preguntas de Jabès? Eso sí que sería el no va más del espectáculo. Y de paso, batiría verdaderos records de audiencia, en el sentido más literal y auditivo de la palabra. Media España en silencio, escuchando. Lo nunca visto.
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