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IDA y VUELTA
Columna
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Cortar orejas

"No habléis todos a la vez" es un consejo ancestral que sigue vigente. Casi nadie atiende a razones cuando se inicia una discusión. De unos años a esta parte, el ruido se considera cebo para quienes se sienten fugazmente atraídos por esos concentrados de estridencia que animan (o envilecen) las sobremesas o las emisoras de radio. El Museo de la Ciencia y la Técnica, en Terrassa, acoge la exposición Mira't la ràdio, 80 anys de disseny i tècnica de receptors. 120 aparatos expuestos que representan la evolución de más a menos volumen (físico) y de menos a más tecnología, del receptor monumental que presidía el comedor a la radio de bolsillo. El viaje subraya los diseños y, como es lógico, no incluye un análisis de los modelos de voz de cada época. La dicción, las pausas, el respeto a una respiración que no se perciba y la naturalidad a la hora de no exceder los mínimos o los máximos que indican las agujas del control son cada vez más excepcionales. Aparentemente, puede parecer ilógico que se grite tanto y que, a menudo, haya que recordar a los participantes en debates, tertulias o entrevistas que el oyente no se entera de nada si todos hablan a la vez. No obstante, son muchos los que intuyen que ese ruido ejerce una perversa atracción, la misma que uno siente cuando reduce la velocidad en la carretera para cerciorarse de la gravedad de un accidente.

Cierto grado de estridencia, pues, es bien recibido, ya que despierta y reactiva. Por eso gritan los locutores que retransmiten vueltas ciclistas y según qué partidos, porque 200 kilómetros en bicicleta narrados monotónicamente aburrirían incluso a las piedras. Por eso se desgañitan los tertulianos que temen perder la razón, para imponerla con interrupciones y gritos, como si eso fuera a mejorar la situación del mundo. Por eso abundan cada vez más los efectos sonoros, que tantas veces molestan como una presuntuosa guarnición. Por suerte, la costumbre de hablar a mogollón no es ubicua. De madrugada, pervive la pausa, la respiración insinuante y el tono aceitoso de quienes aprovechan para, a través del micrófono, vender intimismo, espiritualidad, misterio o sensualidad. No gritar tampoco es garantía de nada. La locución pausada de, por ejemplo, Jesús Quintero, producía en sus seguidores extrañas reacciones. Recuerdo que, a veces, le pegaba una colleja al transistor porque me parecía que se había averiado cuando lo único que ocurría era que Quintero estaba perdido en una de sus legendarias pausas. Algunos parecen hablar para poder escuchar su propia voz, incluso fuera del micrófono (Mercedes González, la esposa de Luis del Olmo, contaba: "El primer día que le conocí, se pasó dos horas hablando de radio"). Todas las estrategias tienen la misma facilidad de atraer al oyente y recuerdan aquella frase del directivo de una importante cadena radiofónica española que, en 1989, gritó: "¡No me hable usted de la calidad de su programa! ¡Hábleme sólo de las orejas que consiga!". Los profesionales de la radio, pues, son como toreros que salen a cortar orejas y que, cuando llega la temible Encuesta General de Medios [EGM], entregan su botín a la cadena: enormes montañas de orejas cortadas. No me molesta esa condición de oreja, pero sí que una emisora quiera tenerla en exclusiva. Como a muchos oyentes, me encanta saltar de una voz a otra, deslizándome por el dial sin ningún respeto a la lógica de la EGM y los supuestos compartimentos de la oferta. Y si tropiezo con una acalorada discusión en la que todos gritan o hablan a la vez, espero a que suene la inútil reprimenda: "No hablen todos a la vez", y sigo mi camino.

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