Inicios secretos
La otra tarde, en el café del Círculo de Bellas Artes de Madrid, observé con asombro que, casi sin darme cuenta, yo, para quien las mesas de café son domicilios secundarios, me había acostumbrado a un cambio de escenario a la vez brusco y sutil. No es que todo fuera distinto. A mi alrededor, como en los muchos cafés que jalonaron buena parte de mi vida, apacibles lectores de libros y diarios esperaban tranquilos no sé qué demorado encuentro; otros escribían en minúsculas libretas signos cabalísticos o cuentas bancarias; algunos debatían con amigos las grandes cuestiones metafísicas de siempre, mientras melancólicos camareros (o camareras) se movían entre las mesas con esa sonambulística indiferencia propia a su profesión. Sin embargo, entre estos personajes tradicionales, había ahora otros cuya presencia se había hecho imperceptiblemente cotidiana desde hace muy poco: los tecleadores de ordenadores portátiles, los utilizadores de teléfonos móviles, los lectores de agendas electrónicas. Sus gestos (los dedos que tamborilean en lugar de sostener un lápiz, la lengua que mantiene un íntimo diálogo con un interlocutor invisible, los ojos recorriendo una pantalla que tiene algo de espejo) ya no eran nuevos ¿pero cuándo habían comenzado a invadir este territorio que yo creía familiar?
Los inicios (como los finales) son misteriosos,sobre todo si son banales
Los inicios (como los finales) son misteriosos, sobre todo si son banales. La curiosidad por saber cuándo se compuso el primer soneto o cuándo fue disparado el primer tiro en una batalla tiene cierta justificación intelectual; menos la tiene querer averiguar cuándo se puso de moda la música en los restaurantes o las acérrimas etiquetas autocolantes que proclaman para siempre el precio de un libro. Y sin embargo, hay en tales descubrimientos una suerte de inocente satisfacción, un modesto placer como el que pueden procurarnos encontrar en la acera una moneda o hallar en la forma de una nube el perfil de un amigo olvidado.
Curiosamente, yo suelo hallar tales momentos inaugurales en la literatura policial. Además del deleite de la intriga, del sosiego de un mundo deliciosamente ordenado, de la satisfacción de poder confiar en concisas convenciones sociales, la novela policial (sobre todo la de la edad de oro, de la primera mitad del siglo XX) me brinda, en algunas de sus mejores páginas, la revelación de "una primera vez". Doy algunos ejemplos:
¿Cuándo empezó esa manía por el ejercicio físico público que hace que, cualquier mañana en casi cualquier ciudad del mundo, veamos a hombres y mujeres normalmente discretos salir tiritando de sus hoteles en ropa de playa para lanzarse a la carrera por la calle? Yo hubiese pensado que la costumbre se remonta a fines de los años sesenta, cuando fitness y jogging entraron definitivamente en el vocabulario burgués internacional. Sin embargo, en The Documents in the Case [Los documentos del caso] de Dorothy L. Sayers, escrito en colaboración con Robert Eustace y publicado en 1930, uno de los jóvenes personajes es sorprendido por una vieja solterona, bajando las escaleras "en sólo su remera y sus shorts". "Estaba por salir para dar mis seis vueltas a la cuadra", explica el joven más tarde a su prometida.
Me intrigan ciertos detalles comunes y corrientes, como por ejemplo los carteles que debemos colgar en el picaporte de nuestra puerta en el hotel, exigiendo que nos dejen tranquilos o, por el contrario, que arreglen nuestra habitación. ¿Cuándo fueron inventados? En Yo Wake the Dead [Despertar a los muertos], de John Dickson Carr, se nos dice que en 1938 (fecha de publicación de la novela) eran cosa muy nueva. "¿Pudo averiguar de dónde proviene ese cartel que dice 'no molestar' en la puerta?", pregunta uno de los detectives. "Hay uno para cada habitación", responde el sargento de policía. "Se lo guarda en el cajón del escritorio, por si el huésped lo requiere. Aparentemente, un invento moderno".
Y finalmente, un ejemplo que me concierne personalmente. Como todo escritor culpable de publicar un libro en el mundo anglosajón, cada semana me llegan pedidos de editores para que dé mi opinión (elogiosa, por supuesto) sobre algún título nuevo, opinión que será luego impresa en la sobrecubierta como obsequiosa carta de presentación, suerte de nihil obstat extraoficial y zalamero. Tan asiduos son estos pedidos, que hoy día no aparece libro alguno en un país de habla inglesa sin varios nombres más o menos famosos encomendándolo al lector. Esta variación de aquella costumbre de la que ya se burlaba Cervantes en el prólogo al Quijote ("la innumerabilidad y catálogo de los acostumbrados sonetos, epigramas y elogios que al principio de los libros suelen ponerse") nace, al parecer, hace poco más de sesenta años. En 1939, Nicholas Blake publica The Smiler with the Knife , novela en la cual un cierto personaje es descubierto revisando galeradas. "Se las envió un editor", explica su hija. "Para pedirle su opinión. La querrán para promocionar el libro. Le suelen mandar libros de tanto en tanto por el mismo motivo". Hoy la impertinencia es idéntica, sólo ha cambiado la frecuencia.
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