La política de transportes y las acacias del Retiro
El autor defiende la elaboración de una ley marco reguladora del transporte terrestre que deje terreno a comunidades y ayuntamientos para elegir su propio camino.
Decía don Manuel Azaña que en Madrid era peligroso decir tonterías porque terminaban arraigando más que las acacias del Retiro. Y algo de eso ha sucedido con el transporte a raíz de la errónea lectura que de la sentencia del Tribunal Constitucional de 1996 sobre la Ley de Ordenación de Transportes de 1987 efectuara en su día el ministro Arias-Salgado: a fuerza de repetir que el juez de la Constitución negaba al Estado título competencial para legislar en transporte para todo el territorio nacional, una barbaridad jurídica ha terminado convirtiéndose en dogma de fe indiscutible al que el Gobierno se aferró las dos últimas legislaturas. La cosa no dejaría de ser una anécdota si no fuera porque sus graves consecuencias empiezan a sentirse. O ¿es posible ignorar que la polémica que divide a la opinión sobre las ciudades favorecidas por el trazado del AVE tiene mucho que ver con la inexistencia de una norma que sobre principios previamente consensuados aclare cómo proceder y qué criterios aplicar a cada caso? ¿Puede y debe un Gobierno o un solo equipo ministerial asumir la responsabilidad política de decidir sin más el discurrir del AVE? ¿O corresponde al Parlamento acordar los principios en razón a los que el Ejecutivo tome la decisión concreta?, máxime si con ello se comprometen inversiones plurianuales que van mucho más allá de la vigencia anual del presupuesto, se implican fondos europeos que hay que negociar como paquetes regionales y se condiciona para el futuro la organización de nuestra economía, el crecimiento de nuestra renta y riqueza y su justa distribución, a que alude el artículo 131 de la Constitución.
Hay que definir las reglas del juego que deben presidir nuestro mercado de transportes
Las cosas discurrirían de otro modo si se hubiera caído en cuenta que la inconstitucionalidad de la ley de 1987 lo era en buena medida por motivos formales, lo que -como sucede habitualmente- debiera haber dado lugar a la elaboración de una nueva ley que, sustituyendo la anterior, diera cumplimiento al mandato constitucional. Porque una cosa es que el Estado pueda legislar o no con carácter general para una materia, y otra, la forma en que deba hacerlo, el título constitucional que utilice al efecto. Lo que significa que las competencias de las comunidades y el respeto a la autonomía municipal no se encuentran reñidas con la aprobación de una norma de principios que imponga el marco en que debe desenvolverse el transporte en el conjunto de la economía española. Algo que, por lo demás, prevé expresamente el artículo 150.1 de la Constitución. Pero optar por la solución del 150.1 supone también crear el mecanismo para afrontar legalmente tres acuciantes problemas. Uno, la definición de las reglas de juego que deben presidir nuestro mercado de transportes: diferenciar infraestructura de servicios, precisar los criterios a seguir por Estado, autonomías y municipios para disponer de fondos a invertir en las primeras y crear un agencia independiente que garantice el equilibrio intermodal y asegure la imparcialidad en los concursos de adjudicación de concesiones. Dos, hacer frente al desafío del "paradigma de la sostenibilidad": establecer peajes de acceso a las ciudades, barreras al transporte privado y al contaminante, mecanismos que permitan a nuestras ciudades pasar de una política de tráfico a una política de transporte; un reto nacido de los acuerdos de Kioto que la ministra Narbona no pudo afrontar hace unos meses por falta de soporte legal. Tres, determinar los principios reguladores de la financiación del transporte en las conurbaciones urbanas, poniendo fin a una situación insólita en el mundo que permite que en este asunto en España reine la arbitrariedad más absoluta: un compromiso expresamente recogido en el programa electoral socialista para esta legislatura. Y el instrumento adecuado para hacer frente a todo esto debe consistir en una ley marco que por ser una ley de principios que no entra en detalles, desde un consenso previo deja a comunidades autónomas y a municipios suficiente terreno libre para elegir su propio camino. Por eso, ahora que se acaba de aprobar el Plan Estratégico de Infraestructuras de Transportes, ahora que se inicia un nuevo periodo de sesiones en el que frente a la demagogia de la reivindicación permanente urge oponer la racionalidad de la necesidad real, parece llegado el momento de acabar con una tontería tan arraigada como las acacias del retiro y proceder a dictar una ley marco reguladora del transporte terrestre: una figura legislativa todavía no ensayada.
Eloy García es catedrático de Derecho Constitucional.
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