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Columna
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Enfermedad

La ola de frío que recientemente ha azotado nuestras lindes ha traído tras de sí una serie de remolques incómodos: calefacciones destrozadas ante el acoso de un enemigo demasiado severo, carreteras convertidas en pistas de patinaje, un aire que ya no penetra cómodamente en los bolsillos y en la garganta, sino que los rasga y araña como si se hubiera convertido en cristal. Y, claro que sí, el regalo estrella: esta gripe hambrienta, devoradora de hombres, que ya se ha zampado -según leo- a más del 30% de la población respiratoria en Andalucía y que me tiene postrado al calor de la fiebre mientras intento pergeñar este artículo. Al informarme he sabido que la gripe en realidad no es una, sino tres, es decir, tres virus, tres criaturas emparentadas e invisibles, como las mascotas de los teólogos: esos seres irrisorios son los que sin que tú les des permiso te escalan hasta la altura de los labios y luego se introducen en tus pulmones, donde van a convertir todo en pulpa, magma y bechamel, o sea lo que sea ese engrudo repugnante que ahora me atasca el centro del pecho. Para colmo, los doctores advierten que las vacunas son sólo parciales, porque sólo tienen poder para rechazar a uno de los tres miembros de la camada, pero no a los otros dos, de modo que esto de conservar el precario don de la salud se vuelve casi cuestión de estadística. Los efectos, en el raro caso de que a ti que me lees te resulten desconocidos, casi causarían la envidia de cualquier alucinógeno de fábrica: esta fiebre alta y fría que te deja solo en mitad de la madrugada, esta lucidez malsana hecha de vidrio y mármol y silencio, esta jaula de langostas en la cabeza donde ningún recuerdo te parece descabellado y el mundo es más ruidoso y pesado.

Hay una frase, no sé si de Elías Canetti, que yo apunté en la hoja de un cuaderno que ahora he extraviado y que venía a afirmar que todo hombre que se cura es un hombre que pierde. Cierto: nos habituamos a que la enfermedad nos traiga otro orden, interrumpa nuestra rutina, intercambie lo monótono del día a día por una paz corrompida donde se nos permite levantarnos a horas de vagabundo y se nos disculpan los bombones y remilgos que nos pondrían a otra hora en la picota de los afeminados. El enfermo es, como el poeta, un ser libre y frágil, atormentado por el destino, que puede consumir el día entre los breves placeres que el dolor le otorga cuando decide un receso: ahora que convalezco, paso las horas, embotado y distante y tal vez feliz, de la almohada al sillón, leyendo viejos tebeos que hacía años que veía estúpidos y que hoy vuelvo a encontrar certeros como calambres, regresando a las novelas de Tolkien y acostándome con la fiebre llena de senescales, armaduras y combates en los vados. Eso es: siento que enfermar y guardar cama es volver a merecer las atenciones de mamá, retroceder al pantalón corto, ser absuelto de la hipoteca y de la oficina y del insomnio, entregarse a esas minucias que nos da reparo de atender en tiempos de tareas más cruciales, donde todo lo que importa está en juego. Así que me descubro aquí en mi cuarto, volviendo a percibir la electricidad de la calentura que regresa desde los riñones, sintiéndome exhausto y sudoroso y muy harto, componiendo a duras penas las últimas líneas de esta columna, y sin embargo, dichoso: de no tener que encaminarme mañana a la escuela de nuevo

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