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Columna
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La calle de atrás

Ingenuo de mí, creí aquel sábado madrileño que el barullo del facherío casposo en nuestras calles era cosa de los huérfanos de Blas Piñar o de los herederos de Ynestrillas, que ahora habrían recuperado en algún antro a su líder para una resurrección de la violencia patriótica. Vi en las imágenes de la manifestación, que pasaba la CNN, a unas ancianas ordinarias empleando sus últimas fuerzas en un griterío de exaltadas, que les movían el moñón de laca y les ponían nervioso el tacón, y me pareció que formaban parte de un aquelarre en extinción o acababan de dejar el estandarte de las Ánimas del Purgatorio.

Vi a los maduros patriotas con la boca abierta del animal feroz al borde de la agresión y pensé que todos ellos, juntos, pertenecían a una kale borroka vieja en versión madrileña. Pensé que todo aquel alboroto se había fraguado en las ignotas corralas de una derecha ignorante y descontrolada. Esta resurrección de la extrema derecha, súbita y vigorosa, me dejó inquieto. No pensé, sin embargo -como alguna-, en que así pudiera empezar un holocausto. Pero sufrí por Ángel Acebes, por la incomodidad que imaginé podía sentir aquel hombre al verse aclamado como líder de una España rancia con el peor instinto. Me hice a la idea de la preocupación que debía suponerle comprobar que la capacidad integradora de su partido se desmoronaba y que aquella extrema derecha irredenta que ellos habían llevado al buen camino de la democracia se les había sublevado y tirado al monte. Quería apartar al PP de cualquier implicación en lo sucedido, de otro acto de uso del terrorismo y sus víctimas para lo suyo. Seguía pensando que lo malo era esa extrema derecha incontrolada. O tener al arzobispo de Madrid chivándole al Papa en esos mismos días cómo se peca aquí, la calidad del pecado madrileño: "Con osadía, unas veces, y otras, con displicente ligereza". Que por eso, por libertinos, también le atizaron al ministro católico de Defensa. El cardenal hacía propaganda del pecado español para el Madrid 2012: se nos va a llenar la ciudad de pecadores. Pero llegado el lunes, la rubia platino que presumía con orgullo en una peluquería de Las Rozas de haber zarandeado a Bono, me hizo caer del guindo: era una destacada militante del PP.

Supe entonces que los que vociferaban en las fotos también tenían un carné con gaviotas. Y supe algo más: que el Partido Popular los había animado por carta para que, aprovechando el apoyo a las víctimas, se manifestaran en contra de las "actitudes complacientes del Gobierno socialista". La extrema derecha no estaba huérfana en Madrid y no quedaba más remedio esta vez que agradecerle al PP el buen servicio que nos había prestado recordándonos que está viva y dónde está. En consecuencia, no me sorprendió Rajoy cuando al fin abandonó su descanso en Pontevedra para condenar con la boca pequeña lo ocurrido y dijo que ningún sufrimiento era comparable al suyo del 14 de marzo. Tuve claro enseguida que el dolor que cualquier demócrata pudiera sentir por lo sucedido en la manifestación madrileña no era el suyo. El suyo y el de Esperanza Aguirre vinieron cuando en España, convertida de pronto en una dictadura, según detectó Acebes con su experiencia de Interior, se detuvo a los militantes del PP, sospechosos de la bronca y la agresión, por parte de una policía que Aguirre vio transformada de inmediato en la Gestapo. El verdugo pasaba a ser la víctima, y otro discípulo de la presidenta, el edil Garrido, veía neofascistas no en su propia acera, sino en la de enfrente. Intervino de nuevo la ofendida presidenta y se le ocurrió decir que así empieza un holocausto. Dijo este otro disparate en la tele, y ya iban dos, precisamente cuando trataba de convencernos de que ella no es una radical ni una extremista. Dijo el disparate, pero admitió que podía ser una exageración. Y lo era: una extremista, y no digo que sea su caso, es siempre una exagerada. Hace tiempo que veo con preocupación a la presidenta en su espontaneidad -graciosa unas veces, y otras, todo lo contrario, pero que ya no parece una forma improvisada de ser, sino una forma sincera de expresarse- muy cercana al esperpento valleinclanesco, a la deformación de los espejos de la calle del Gato, que es la calle trasera de su casa de gobierno; una casa que, como su partido, tiene al menos dos fachadas.

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