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Columna
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Autoridad

No hace falta recurrir a Maquiavelo para saber que dos cosas son imprescindibles para poseer la autoridad absoluta y conservarla por tiempo indefinido. Una es ejercer el poder sin reservas ni fisuras. La otra es decir muchas tonterías.

Sobre la primera condición poco hay que decir. El que tiene el poder y se muestra negligente o acomodaticio, no tarda en perderlo. El que se instala en el poder adquiere un tipo de rival que está siempre al acecho y que toma cualquier concesión por un síntoma de debilidad. Y tiene toda la razón. De modo que, de puertas adentro: en mi casa mando yo. Y de puertas afuera: usted no sabe con quién está hablando y a callar, que para eso hemos ganado una guerra.

Lo de decir tonterías es menos obvio que lo anterior, pero más importante si cabe. En primer lugar, porque tratar de ser inteligente todo el rato consume muchas energías que se necesitan para otras batallas y porque reflexionar, a la corta o a la larga, acaba por conducir a la duda. En segundo lugar, porque al ser consecuente con las propias ideas se establece una regla de juego a la que puede acogerse el contrario y oponer su propio discurso, esgrimiendo argumentos más poderosos según los criterios de la lógica. En cambio la incoherencia es inexpugnable, despista al enemigo y lo desarma.

Blanco, quebradizo, titubeante, rodeado de obispos risueños y adustos, vestidos de negro, como un capullo entre leños, Su Santidad nos ofrece una vez más la imagen que corrobora lo antedicho. Amparado por 20 siglos de práctica, una coreografía que hace austero al Cirque du Soleil y un innegable talento natural para desbarrar con severo aplomo, Su Santidad lo mismo se adentra en el misterio de la transubstanciación, que en el sentido de la vida, el uso de condón o el cocido madrileño, y sobre todo pontifica con una seguridad sólo comparable a su desconocimiento de cada uno de estos temas. Los que le rodean sonríen satisfechos y confiados. Con estos dogmas, parecen pensar, de aquí no hay quien nos mueva. Mientras en la calle, el infeliz que espera que le digan lo que ha de hacer para ir tirando en esta vida y en la otra, se queda al mismo tiempo edificado y patitieso. Y el que no espera nada, por lo menos se entera de qué va la cosa.

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