No me duele Europa
Desde hace más de cien años me viene doliendo España. Ahora duele menos. Uno se acaba acostumbrando a su mala salud de hierro. Ya duele menos. Es verdad que no se terminan sus migrañas, sus gripes, ni las alteraciones patológicas en su vertebración. Salí de casa con la mejor intención: imitar las buenas acciones, las vidas ejemplares, las reconversiones biográficas y los reciclajes ejemplares. Dicho y hecho. Me encontré en el cóctel del cincuentenario de la Fundación Juan March. Todo un modelo. De aquel pasado tan franquista, de tantas ayudas al bando de los amigos de los responsables de Auschwitz, de sus alianzas con los destructores de Guernika y de otras historias del pasado más o menos remoto del que fuera presidente y mantenedor de una fundación que lleva cincuenta años subvencionando actividades que nada tienen que ver con aquellos empleos de su capital en los años guerreros.
La Fundación March supo virar su inversión cultural, después de hacer más ricos a franquistas, de la rama silenciosa, activa o de la liberal con corsé: Menéndez Pidal, Marañón, Pemán, Azorín, Pérez de Ayala o Gerardo Diego, pasó a dar propinas a creadores tan poco franquistas como Delibes, Ana María Matute, Ignacio Aldecoa o Caballero Bonald. Premió a escritores antifranquistas como Buero Vallejo o José Hierro. También a otros que podíamos situar entre inclasificables y arrepentidos, como Plá, Dámaso Alonso, Torrente Ballester, Gómez de la Serna o Martín de Riquer. Pasaron los años y de las arcas de la Banca March, de su fundación, tan española mirando a Europa, se beneficiaron músicos, pintores, arquitectos o escultores de vanguardia. Muchos escritores siguieron, siguen, disfrutando de sus ayudas que han sabido dar alegrías a Juan Benet, Álvaro Pombo o Carlos Marzal, entre otras decenas de escritores que han sido editados o ayudados por esa fundación que ahora celebra sus cincuenta primeros años. Brindamos por su futuro, entre la modernidad y el canapé del mejor estilo del barrio de Salamanca, una mezcla entre la solidez de las grasas de antaño y las renovaciones abstractas de ayer y de hoy.
Otra de canapés y pensamiento. Entre pinchos de tortilla de toda la vida y orteguianos posmodernos, me encontré escuchando a los liberales de nuevo cuño -con algunas incrustaciones de moderados freakys del pensamiento, las artes y las músicas- en otro islote de un Madrid que siempre se quiso sentir europeo sin tener que votar a martillazos. Los canapés, el vino y los camareros de la Fundación Ortega y Gasset, de los renovadores de la Revista de Occidente, son más tradicionales, más castizos que lo de la Fundación March, también debe ser cosa del tamaño de la chequera. Sus contertulios son el ala liberal cosmopolita del pensamiento que no está en la izquierda y, desde luego, muy lejos de la derecha que confunde a Bono con un izquierdista. Votarán sí a Europa, no con la pasión o con la ingenuidad utópica que Víctor Hugo proclamó en un discurso que sigue siendo un referente en el deseo de una cierta idea de Europa. En fin, los neorteguianos, en compañía de la mayoría de la izquierda, votarán sí, porque fuera de Europa hace mucho frío. Y porque no queremos ser devorados por vientos del Este o del Oeste.
Otra cita. Esta vez sentados, con cena, vinos y cava catalán, en un nuevo hotel que mira al parque del Retiro. La convocatoria era del president Pasqual Maragall, escritores, gestores culturales, historiadores, editores y otras hierbas. Maragall, que se reconoció poco prudente, poco simulador, además de explicarnos las necesarias reformas que reivindica de la Constitución, supo dar un talante cercano, optimista y esperanzador del presente y el pasado. Más allá del Archivo de Salamanca, de los impuestos que aporta Cataluña al Estado central; más allá de otras banderas, equipos o lengua que nos unen y nos separan, se mostró encantado con haber apostado por el caballo ganador de Zapatero. Por razones mucho más profundas que el talante. Cuando se recordó un poema de su abuelo, aquella doliente oda a España en la que, cansado por no ser escuchado, termina diciendo ¡Adiós, España!; el nieto y presidente afirma que ahora no diría adiós, que ahora se sentiría vinculado, escuchado y contento con el camino común de Cataluña y el resto de España. Recordó con admiración a Anselmo Carretero -aquel segoviano/leonés de tan largo exilio mexicano- y a su idea de España nación de naciones.
Reivindicó la europeidad de Barcelona en tiempos que Madrid parecía el agobiante centro de todos los españolismos franquistas. Madrid, que fue la provincia más traidora al franquismo durante la guerra, fue castigada con sobredosis de franquismo. Un castigo que todavía nos pesa. De aquellos polvos, estos lodos. Todos nos restamos en esa noche con Maragall un poco de españolismo, nos catalanizamos razonablemente, madrileñizamos lo justo. Santos Juliá, entre otras lecciones, nos recordó cómo la construcción del Madrid moderno se debe primordialmente a empresarios vascos. Y la desmesurada bandera de la plaza de Colón -eso no lo dijo Santos-, a alcaldadas españolistas. Un arquitecto que por allí cenaba y corresponsable de uno de los más importantes planes de renovación capitalina, aseguró que la macrobandera desaparecerá. Gallardón, dijo, está por la labor. Sólo nos falta convencer a Bono. Terminamos la cena con el deseo de una España que ya duele menos. Europa, ahora o nunca, afirmó Maragall. Aunque a algunos les duela.
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