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Sitges, mar adentro

Artistas y políticos son instancias vitales difícilmente conciliables. El divorcio viene de antíguo: mientras los unos coloreaban siluetas de animales en las paredes de las cuevas, los otros se afanaban en definir un enemigo y liquidarlo para hacerse con sus bienes y territorios. La diplomacia, como dijo aquél, sólo es el falso compás de espera para mejor organizar la contienda. El paso del tiempo ha ido suavizando los extremos.

Sitges, crecida en arte y en cultura, y hoy felizmente instalada entre especulación, elitismo y moixiganga, ha decidido poner punto final a su festival de teatro, también conocido por Sitges Teatre Internacional. Contaba 35 ediciones. Nacido en los años del desarrollismo franquista y habiendo superado toda suerte de vicisitudes y coctelerías políticas, paradójicamente sus sepultureros han resultado ser cuatro instituciones (Ayuntamiento, Diputación, Generalitat y Ministerio de Cultura), todas ellas hoy de signo progresista. Argumentan los implacables patronos su carácter obsoleto, su vivir fuera de la realidad (¡ojalá!), así como su mal encaje con la maravilla que andan imaginando, ignorando quizá que la responsabilidad de los defectos tal vez recaiga, como Edipo buscando al asesino paterno, en ellos mismos, los últimos responsables. O en sus adversarios políticos, que lo hacían tan mal. Mientras les oigo invocar el derecho a la eutanasia, me viene a la memoria la frase de aquel almirante inglés: "Dame fuerza, Señor, para cambiar todo aquello que necesite ser cambiado, pero sobre todo para dejar en su sitio lo que no".

La actual realidad de las artes escénicas de nuestro país sería mucho más pobre si el festival de Sitges no hubiese invitado a muchos creadores a dar sus primeros pasos

Quizá el Sitges Teatre Internacional no luciese ahora su mejor momento físico: sus últimas ediciones -no lo olvidemos, avaladas y defendidas en patronato por las recién citadas instituciones- no supieron encontrar la estrecha complicidad del municipio ni un público nuevo y fiel dispuesto a hacer suyo el festival; pero es de bien nacido, en estos casos, llevar al hijo al médico si está enfermo y no tirarlo por la ventana. ¿Se pone en duda la validez del sufragio universal por los elevados índices de abstención?

No seré yo, en mi condición de arte y parte, quien celebre en ditirambos las excelencias del festival, pero tampoco quien calle las evidencias: la actual realidad de las artes escénicas de nuestro país sería mucho más pobre si Sitges no hubiese invitado con sus muy escasos recursos a muchos de los hoy más incuestionados creadores de artes escénicas a dar sus primeros pasos. El valor de Sitges ha sido infinitamente superior a su coste. ¿Cuántos Sitges cuesta un Fórum y qué creador teatral ha nacido de él que antes no existiera? ¿Qué parte del presupuesto dedican las empresas modelo a imaginar el futuro con eso de la I + D? La clase política acostumbra a pensar a cuatro años vista y frecuentemente ignora que algunas cocciones delicadas necesitan tiempo y mimo, que algunas inversiones -como la cultura, es decir, la creación de criterio- sólo dan dividendos a más que largo plazo.

Argumenta el actual alcalde, a quien no recuerdo haber visto en ninguna platea a lo largo de mis ocho años de dirección artística del festival, que éste está de espaldas al pueblo. O el pueblo de espaldas al festival. ¡Naturalmente! ¿Cómo se concibe que una localidad como Sitges, que lleva su nombre asociado a las artes escénicas desde hace siete lustros, decana de los festivales del Estado y reconocida internacionalmente como pionera e interlocutora fiable, no disponga de una temporada estable de teatro? Aunque tampoco creo que sea imprescindible establecer esta necesidad de estrecha ligazón entre paisaje y paisanaje: no todos los habitantes de Porto Alegre deben ser antiglobalizadores ni los de Davos unos ricachos del copón.

Parece ser que en las retortas y los ábacos de las administraciones se cuece y apunta la posibilidad de desviar algunos de los recursos económicos antaño destinados al difunto hacia un festival ya con varias ediciones en su haber y en perfecto estado de salud y de revista, Temporada Alta, en Girona. Me parece estupendo que se premie la modélica andadura de lo que empezó siendo hormiga y en cuatro días ya es elefante de obligada referencia, pero citemos ahora aquello de desnudar un santo para vestir a otro. ¿Por qué, estando así las cosas, no dinamitar la Casa Batlló si ya existe La Pedrera?

Les imagino hablando de territorialidad, sinergias, optimización de recursos... y sus palabras me resuenan en los oídos como los primeros hachazos a los cerezos del jardín de Chéjov. Parece que empieza una vida nueva.

Joan Ollé es director de teatro y fue director del festival de Sitges de 1993 a 2000.

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