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Columna
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Viajes

Hay muchas formas de viajar, entre ellas la que consiste en no moverse uno de casa y darse cuenta de que está muy lejos, perdido por el mundo, incorpóreo y errante, subido a una esterilla voladora, visitando regiones etéreas, paseando por calles espectrales, escrutando espejismos: monumentos de humo, catedrales que están hechas de lo que están hechas las nubes, mares que no se mueven, bares llenos de fantasmas silenciosos, plazas en que hay pájaros de papel y palmeras pequeñas, porque la memoria reduce cualquier ciudad a la escala de un juguete. Hay, sí, muchas formas de viajar. Coges el atlas, igual que de niño, y paseas el dedo por los mapas a la búsqueda de un topónimo de resonancia fabulosa, porque el nombre de las ciudades es como el nombre de los perfumes: está obligado a definir el matiz de una esencia. ¿Cómo será Erzurum, allá en Turquía? ¿De qué color serán los taxis de Pekan Muara, al norte del Sultanato de Brunei? ¿Cómo estará el tiempo en Mandalay? ¿Qué tonos morados y ambarinos lucirá hoy el ocaso en Timaru? Si quieres hacer un viaje a lugares que ya conoces, te vas a la página meteorológica del periódico: en Budapest están hoy a cuatro grados bajo cero, y debe de bajar gris el Danubio. En Sevilla tienen cuatro de mínima, y estará verdoso el Guadalquivir. Esta noche en Valencia hará dos grados, y a cero grados estarán en Tokio, lo que significa que habrá poca animación en el barrio festivo de Rapongi. Llueve en Roma, que es una ciudad a la que no le pega la lluvia, porque transforma su grandiosidad en un decorado marchito, como si aquello fuese un almacén de los estudios Cinecittà, y parece que todo va a desplomarse, que todo es cartón piedra. Los habaneros están bien, a 24 grados, y se ve uno ya en la barra del Floridita, ese bar en el que da la impresión de que va a aparecer en cualquier momento Rita Hayworth en traje de noche a pleno día, dando traspiés sobre tacones inseguros. Cierras los ojos y ya estás, en fin, en La Habana triste y jolgoriosa, con un daiquiri gélido delante en vez de con un frenadol disuelto en agua, que es como andamos casi todos por aquí, intoxicados de antitusivos y de paracetamol. El viaje verdadero, el que uno hace con un pasaje y con una maleta, tal vez sea la modalidad más molesta de todas las posibles, porque luego resulta que las ciudades extrañas nos quedan demasiado grandes, que el cuerpo se nos cansa, que se nos cansa la curiosidad, y acabamos en el bar del hotel, hablando en un inglés más o menos comanche con el camarero, que nos pregunta sobre Ibiza y sobre los toros.

Uno de los libros más fascinantes que he leído es el de los viajes de Sir John Mandeville, un éxito editorial del siglo XIV. Nadie sabe quién fue este Mandeville, qué autor se ocultó bajo ese nombre. El libro narra viajes portentosos por regiones lejanas del mundo, y el autor tiene la virtud de dar por buena cualquier leyenda descabellada. Lo curioso es que se supone que, fuese quien fuese, Mandeville no se movió jamás de su casa y que su libro es una especie de collage hecho a partir de las crónicas de diversos viajeros. Porque hay muchas maneras de viajar, ya les digo: esta mañana he desayunado en París. Y ahora me estoy bañando en Maracaibo. ¿Me acompañan?

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