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Columna
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La casa

Desde que el hombre es hombre viene defendiéndola con uñas y dientes contra el enemigo de turno, humano, animal o divino (¡qué horror este mar sobrenatural que, convertido en monstruo tremebundo, hemos visto salir de su propio elemento y acabar con cuanto encontraba a su paso!). Quitarle la casa al prójimo, destrozársela, arrojarle de ella, negarle el derecho a tenerla, ¿cómo podemos tolerar tales brutalidades después de miles de años de llamada civilización? ¿El mundo siempre será para los fuertes, para los matones?

Me complace leer, en The Times de Londres, que, durante la reciente visita de los Reyes a Marruecos, el decano de los hispanistas del país vecino, Mohammed ibn Azzuz Hakim -de quien hemos hablado aquí tiempo atrás- volvió a insistir sobre la injusticia de que España, que ya pidió perdón, a través del Jefe de Estado actual, a los judíos sefardíes expulsados de su seno cinco siglos atrás, no haya tenido el mismo detalle con los musulmanes y moriscos, muchísimo más numerosos. "No esperamos que nos devuelvan nuestras casas después de tanto tiempo", ha manifestado el erudito marroquí, "pero sí pedimos una compensación moral. Ahora es el momento para que se reconozca públicamente nuestra pérdida y se ofrezcan disculpas".

¿Ahora? Creo que el momento era más bien antes, como mínimo en 1992, cuando se pidió perdón a los sefardíes. Pero nunca es tarde cuando la dicha es buena. Los católicos se hicieron con las casas y propiedades de cientos de miles de musulmanes tan españoles como ellos. Esto se llama expolio y reconocerlo así ahora no supondría debilidad ante la amenaza terrorista sino grandeza moral y el sincero deseo de admitir pasados errores.

Todo lo opuesto, en suma, a las torpezas y actitudes del anterior gobierno, resultado a su vez de una lectura parcial y torpemente esencialista de la historia.

Si no se produce el detalle pedido, y veremos qué pasa, es de esperar por lo menos que en la propaganda oficial del Año Cervantes, ya iniciado, se saque el mayor provecho posible del episodio de Ricote, para subrayar la crueldad, y el patetismo, de la "solución final" impuesta por Felipe IV. A estas alturas, ¿puede alguien imaginar que el creador del Quijote estuviera a favor de la expulsión que arrojó a la intemperie a 300.000 criaturas que en su inmensa mayoría eran inocentes de los propósitos que se les imputaba? "Doquiera que estamos lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural": nada le obligaba a Cervantes a poner estas palabras en boca del exiliado vecino de Sancho. Expresan el dolor que sentiría cualquier persona ante el rapto de lo que le pertenece legítimamente. ¡Perder la casa y andar desterrado sin tener nada propio! Se trata de uno de los terrores más profundos del ser humano, y no es sorprendente que haya sido reflejado por muchos escritores, entre ellos por el manco de Lepanto. Y por Lorca, hondamente identificado con la Granada de antes de la tragedia, que le hace decir al compadre del Romance sonámbulo algo inolvidable: "Si yo pudiera, mocito, / este trato se cerraba,/ pero yo ya no soy yo / ni mi casa es ya mi casa".

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