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SAQUE DE ESQUINA | FÚTBOL | 20ª jornada de Liga, apertura de la segunda vuelta
Columna
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Pablito en invierno

Arropado por los duendes de Mestalla, con la nube en el ojo y la mosca en la oreja, Pablo Aimar se debate entre su memoria de titular y sus resabios de suplente. En un nuevo intento de descifrar su futuro profesional se pregunta una y otra vez qué carcoma italiano ha podido convertir la cabeza de su entrenador en una jaula de grillos. Los datos apuntan un mal pronóstico: para Claudio Ranieri la pelota no es un recurso, sino un estorbo. Si no ha conseguido encariñarse con ella después de exprimirla durante más de treinta años, estamos ante un bulto sospechoso.

Todo indica que Pablito sólo tiene una escapatoria, la de ponerse en venta, y una opción desesperada: repasar su trayectoria, atarse las botas y reafirmarse en sus convicciones de futbolista.

En este empeño ordena sin esfuerzo la secuencia de acontecimientos que determinaron su vida en los potreros de Argentina. Allí, gente como Ardiles, Bochini, Maradona, Pelado Díaz, Houseman y otros fabulosos ratones de armario se habían erigido en la prueba irrefutable de que el tamaño no importa. Por eso, los millonarios de River saludaron sin reservas la llegada de Pablito. Aquel atleta diminuto, casi transparente, no sólo reivindicaba la habilidad como forma de expresión; la acreditaba como valor supremo en los negocios de la cancha.

Deslumbrada por su sobriedad porteña, la cátedra local se dijo que aquel diablillo disfrazado de querubín tenía el aire familiar de un viejo amigo. Luego, su estilo confirmaría las impresiones iniciales: Pablito mantenía con la pelota el vínculo sensual que siempre distinguió a los verdaderos cracks. No se trataba tanto de la conexión del músico con el instrumento como de la asociación de dos especies animales obligadas a convivir. Tal simbiosis se revelaba igualmente valiosa para el animalito flaco que para el animalito redondo: sin su amigo redondo, Pablo se transformaba en un ángel caído; sin su amigo flaco, el bicho redondo se convertía en un objeto inerte. Aquella facilidad para compaginar funciones tan dispares como correr y rodar hacía del chico una apuesta segura. A sus órdenes, la pelota era el monociclo sobre el que vuela el payaso.

Pronto supimos que Valencia y Europa estaban a su alcance. Si los duros capataces ingleses no habían podido con Osvaldo Ossie Ardiles, los chusqueros italianos, alemanes o españoles tampoco serían enemigos para él.

Pero en esto llegó Ranieri y envolvió Mestalla con su hojalata de diseño; se guardó el fútbol y nos devolvió el casco. Parece que hasta hoy no ha conseguido descomponer el mecano, pero debemos estar vigilantes: si nos secuestra a El Payaso, abandonamos la carpa y nos exiliamos en Villarreal.

Si falta Pablito, siempre nos quedará Riquelme.

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