Intensidad afligida
Mejor que el recuento de derribos me quedo con la intensidad que aflige al corazón, y ambas son frases tomadas del propio libro y ambas lo enuncian con exactitud aunque sólo en parte, de manera incompleta, como suele suceder en los diarios, o como es casi norma intrínseca de los mejores. Les repele a los grandes diaristas la simpleza maniquea y les absorbe la confesión contradictoria y a menudo crispada, la meditación que no cesa, no porque no pueda, sino porque no sabe ni quiere, porque la escritura de diarios de autor constituye una forma de la fidelidad sentimental que no se emparenta tanto con el onanismo como con la filosofía moral y práctica, tan práctica que es en acto y en directo, sin filtros atenuadores y a veces con el precio del ímpetu y la furia, la tristeza o la desesperación. No atenúo el grosor de las palabras porque algunos de los mejores diaristas en España -desde Josep Pla o Francisco Umbral a Pere Gimferrer o Andrés Trapiello, desde Antonio Martínez Sarrión y Valentí Puig a Enric Sòria o José-Carlos Llop- emprenden la escritura como forma propiamente informe porque ésa es la herramienta de exploración no tanto del sujeto que escribe como de aquello de lo que escribe: reservas, recelos, sospechas, inquietudes, perplejidades, ansiedades o el crujir del miedo, no importa con qué pretexto, y no importa tampoco con qué razón cierta o equivocada. Porque no se trata de ver en el género la voz de un juez sino de un lector culto y adulto, aunque tenga la sangre envenenada o la vida le vaya echando al margen o contra todo. Lo dice de una manera impagable Miguel Sánchez-Ostiz en este nuevo tomo de sus absorbentes e irrenunciables diarios: "Es el desarrollo de la escritura el que tiene que hablar de la escritura misma y de paso, y en la medida de lo posible, de la vida de quien la emprende".
LIQUIDACIÓN POR DERRIBO. Diarios 1999-2000
Miguel Sánchez-Ostiz
Alberdania. Irún, 2004
382 páginas. 23,50 euros
Ya sé que vale para unos pe
ro no para otros, pero vale precisamente para los mejores autores de este género tan frágil y tan vulnerable, tan usado y mal leído. Los diarios de Sánchez-Ostiz vuelven a ser, como lo fue La casa del rojo (Península), ejemplares de trazo y dirección, de verdad y angustia, de vida que daña y dulcifica y no renuncia a comprender a los demás en el espejo de uno mismo, incluso cuando eso significa ganar un enemigo detrás de otro, o granjearse una forma de automarginación que se desea y se repudia al mismo tiempo. Aquilatar las decisiones y digerir la suspensión de una colaboración periodística de un día para otro, y atosigarse pensando por qué, y averiguándolo, y no enmendándose después, es parte de la trama real de una vida que atañe a la nuestra, la de cualquiera, porque importa su esqueleto moral y la respuesta que se da: transigir o no, callar o seguir, ceder o pelear.
Entre la crispación colérica y el lirismo mágico, desfilan viejos y nuevos afectos, y algunos mudan, como aquella antigua afición por los marginales y raros, que tampoco ha perdido del todo (ahí siguen Ángel María Pascual o la Pamplona de la guerra), o la entrega casi involuntaria a paisajes de familia e infancia que reaparecen en otros libros, como La flecha del miedo, o el desencuentro con Madrid o el Madrid desapacible (que sin embargo llevó a un libro de mezquina fortuna pero grandes páginas, como el Peatón de Madrid), o esa tirantez perpetua y casi constitutiva con el medio literario, los críticos, otros autores, editores y agentes que no entiende, con quienes no se entiende, con quienes se entiende también. Y las fijaciones bienhechoras, tan naturales en este género de intimidad moral, no anulan al autor ni su voz, y por eso se explica su imantación por las cosas de Juan Goytisolo o su lamento por la ignorancia de Pablo Antoñana, su devoción por Claude Roy y sus afinidades medidas con Baroja y los Baroja, a quienes dedica tiempo y libros con estupendos resultados, y la esterilidad de los malos libros por reseñar, y a cambio la alegría ante los buenos cuando son de su amigo Javier Reverte, o cuando redescubre Las rumbas de Joan de Sagarra, o cuando sigue fiel a otro buen amigo, narrador de filo y escarpia como Fernando Vallejo.
Pero no está en los nombres ni las cosas el secreto de unos buenos diarios sino donde se garantiza que todo no está dictado ni predestinado, donde la escritura segrega la libertad de pensar entre un saber moral e imperfecto y el sueño de una realidad humana distinta y mejor, aunque sea también imperfecta.
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