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Análisis:A pie de obra | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Nora Gets His Gun

Marcos Ordóñez

Uno. Para el venerable señor Eliot, el mundo acabaría not with a bang but a whisper. Para el joven y rabioso Thomas Ostermeier acaba justo a la inversa: Nora le pega un tiro a su marido, el innoble Torvald. Ostermeier defiende su idea: el famoso portazo final de Casa de muñecas, dice, ya no tiene hoy la fuerza explosiva de hace un siglo, ergo lo sustituye por un disparo. No es una idea muy profunda, pero tiene el prestigio del nihilismo. En la versión de Ostermeier, Nora sustituye una cárcel por otra, como si no hubiera otra opción. Para Ibsen, Nora salía adelante a fuerza de coraje. Quería crecer y que Torvald creciera. No podían crecer juntos, ése era el problema. El tiro de Ostermeier es más un coup de théâtre -o, peor, un "concepto" de director- que una conclusión orgánica, nacida de la evolución de un personaje, pero en esta Nora que ha devastado el Lliure (¡gracias, Rigola!) como un tsunami de ruido y furia y talento, hay mucho más que ese disparo de excesiva voluntad polémica. De entrada, no es frecuente presenciar un espectáculo de dos horas y media (sin pausa) en el que la energía general bombee de modo constante y con una rítmica tan precisa: los stacattos que paran en seco, los crescendos disueltos en un vacío desolador. Se diría también que para Ostermeier la pieza no es tanto un retrato femenino sino una crónica de grupo, una constelación social de desdichas, una máquina que se acelera hasta la dislocación, agolpando causas y efectos en unas pocas horas. Como en tantos directores jóvenes, su trabajo oscila entre las ideas geniales y las excentricidades pueriles. No se libra de confundir las emociones fuertes con la música a todo trapo, ni de alzar los subtextos como quien sube el volumen, pero, sorpresa, no deconstruye la mecánica dramatúrgica de Ibsen ni pierde de vista el sentido de realidad, el gusto por el detalle, la concreción de las acciones físicas y las relaciones de los personajes con los innumerables objetos de su entorno. La acción transcurre en un pisazo lujoso, high tech. Un impresionante espacio escénico que gira sobre sí mismo (a un paso de la fatiga); un acuario con enormes peces tropicales (a un paso de la obviedad metafórica); una au pair africana (Agnes Lampkin, a un paso del comic relief), tres niños "de hoy día" (es decir, malcriados, chillones, egomaniacos) y tropecientos gadgets. Hay elementos que no acaban de encajar en esa traslación a un mundo ultramoderno: chirría un poco que Nora no pegue un palo al agua, como una joven madre del XIX, o que Torvald, aquí un ultrayuppy, enarbole el concepto del honor o se escandalice tantísimo por la ínfima tropelía de Krogstad, pero la intensidad de las interpretaciones y la brillantez de la puesta en escena nos hacen mirar hacia otros lados.

Dos. Nora (Anna Tismer) comienza como una lentejuela encantadora, con la vitalidad desaforada, el parloteo pajaril y la sexualidad coqueta y casi púber de Jennifer Aniston. No es, ojo, una tontita: tras ese no parar quieta (los niños, la decoración, los nuevos juguetes, la próxima fiesta) tiembla en el fondo de sus ojos y sus gestos una intuición secreta del vacío que puede tragarla en cualquier momento, y que se muestra en súbitas estupefacciones, en golpes de ausencia. Torvald (Jörg Hartmann) es otro agujero negro pero sin la menor conciencia de vértigo. No se define por lo que es sino por lo que tiene: rol social, casa de lujo, esposa de lujo, sirvienta esclava, un horario apretadísimo, no estoy para nadie, y mucho menos para mí mismo. Las grietas vienen de visita. Primero la señora Linde (Jenny Schilly), la antigua compañera de Nora; luego el chantajista Krongstad (Kay Bartholomaus). La tercera grieta sale de dentro, como el alien en la tripa de John Hurt: el sida está royendo al doctor Rank (Lars Eidinger), el eterno amigo del matrimonio, un ángel caído que envuelve su muerte próxima con payasadas negras, estallidos de furia y avidez de carne fresca, en los antípodas del elegante y circunspecto personaje original. Hay otro chirrido directorial en el enfoque de la pareja desposeída. Cuesta creer que la señora Linde, a la que Ostermeier presenta como una mujer adulta, inteligente y luchadora, quiera rehacer su vida con ese Krongstad marionetizado y crispadísimo que está en un tris de violar a Nora: en la reconciliación final, cuando Krongstad abate la cabeza en su regazo, más parece que en vez de recuperar a un compañero quisiera adoptar a un hijo tonto. La gran baza de la función es el tour de force de Anna Tismer o, como dicen en las escuelas de teatro, el arco de Nora. Un strip-tease ejemplar en el que la actriz se va despojando de sus ropajes impuestos, que caen como cáscaras secas (la feliz muñequita) o revestidas de una nueva significación, más turbia, más inquietante: el disfraz de Lara Croft que Torvald ha elegido para ella. Una crisis maniaca espléndidamente construida e interpretada, con momentos oscuramente divertidos (los intentos de recuperación de la carta, casi en clave de sitcom frenética), y dos grandes explosiones físicas: la escena de la tarantela, aquí sustituida por un trance-hop de coreografía incontrolable, y el beso de despedida entre Nora y Rank, dos peces que ya comienzan a asfixiarse y desearían morir juntos. La muerte ya ha entrado en la casa para quedarse y Ostermeier no suelta ese hilo: lo une a los intentos de suicidio de Nora, más Hedda Gabler que nunca, y, faltaría más, a su resolución final: borrar a Torvald de su vida a plomazo limpio. Irónicamente, pesan más en el recuerdo las escenas que rodean al disparo que el disparo mismo: la imagen furtiva de la au pair en segundo plano, sacando a los niños de allí, los abrigos sobre el pijama, apenas un relámpago de sus rostros aterrados. Y, en el último giro de la casa, el único realmente justificado, lo que nunca se ve: Nora con la espalda pegada a la puerta, sin saber adónde ir, deslizándose hasta el suelo, mientras suena una canción como si la música se desangrara. Con todos sus desajustes, un espectaculazo de visión obligada.

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