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Columna
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Entre la realidad y el sueño

Soledad Gallego-Díaz

El próximo jueves, 27 de enero, se cumplirán 60 años desde que fue liberado el mayor campo de exterminio nazi, Auschwitz-Birkenau, levantado por los alemanes en mayo de 1940, en las inmediaciones de Oswiecim (Polonia). Desde entonces, como escribió George Steiner, "sabemos que los hombres pueden leer a Goethe o a Rilke por la tarde, interpretar a Bach y a Schubert por la noche, e ir a la mañana siguiente a su trabajo diario en un campo de concentración". La cultura, toda la cultura europea, no fue capaz de protegernos de la barbarie y desde entonces todos sabemos también que, como escribió otro sabio alemán, T. W Adorno, la única cultura verdadera es la que alienta la crítica, la que alimenta la ciudadanía, la capacidad de resistencia frente a la inhumanidad y sus dogmas.

Desde Auschwitz todos deberíamos saber que lo que importa es mantener engrasados los mecanismos que permiten el libre conocimiento de los hechos frente a la propaganda. Quizás, la mejor conmemoración hoy día, lo que de verdad importe 60 años después, no sea colocar flores ante las tumbas, sino comprobar si esos instrumentos están empezando a embotarse o a perder agilidad y firmeza, no sólo en Europa, sino también en Estados Unidos y en el resto del mundo, incluido, para su propia vergüenza, en Israel.

El conocimiento de los hechos y la capacidad crítica son los diques de la barbarie. Y lo que hace falta son mecanismos para protegerlos, consolidarlos y, si es posible, ampliarlos aún más. Los europeos, que debemos tenerlo más presente que nadie, llevamos años experimentando una fórmula extraña que consolide esos principios. La Unión Europea no tiene precedentes en la historia de las ideas políticas. Es un extraño acuerdo entre Estados, un raro proceso permanentemente en tensión, que ha logrado algo que es indiscutible y que supone, precisamente, un gran homenaje al espíritu crítico: erradicar lo que otra víctima del holocausto, Stefan Zweig (que se suicidó en 1942), denominaba "la peor de las archipestilencias", el nacionalismo capaz de convertir identidades culturales en excluyentes soberanías políticas.

El Tratado por el que se establece una Constitución para Europa, que se va a someter a referéndum en España el próximo día 20 de febrero, tiene, sin duda, defectos, imprecisiones y balbuceos, pero, por encima de todo, va a acabar con la ambigüedad que ha rodeado siempre al proceso de construcción europea, pretendiendo que se trataba de una simple organización de índole económica.

La Constitución europea, si finalmente se aprueba en los 25 Estados miembros de la Unión, es, sobre todo, un acuerdo político que incluye una declaración de valores que no dependen de la religión, los sexos, las razas, las nacionalidades, los credos o las creencias, sino que están basados en el derecho a la ciudadanía (y por tanto, a la crítica) y que podrían ser colocados a la puerta de Auschwitz como auténtico homenaje a todos los que allí murieron, judíos, homosexuales, gitanos, oponentes políticos, personas débiles y desfavorecidas, enfermos, ancianos, niños...

Entre el sueño (que no se reproduzca tanta barbarie) y la realidad (el convencimiento de que, bajo otras formas, es perfectamente posible que vuelva a ocurrir) deben colocarse diques que alienten la crítica, animen la resistencia y paralicen los intentos cada vez más intensos de volver atrás y destruir los principios que tan caro costó escribir (por ejemplo, el no rotundo a la tortura y a la detención ilegal). La Constitución europea es uno de esos instrumentos. No se trata de un "arma de construcción masiva" (alguien debería pedirle al presidente del Gobierno que modere su manía de lanzar en cuanto tiene ocasión eslóganes de impacto) pero sí de un recordatorio de que los derechos y valores que no se defienden se fragilizan y descomponen. El Tratado es un texto pesado y complejo, quizás reformable en el futuro, pero es también un paso entre la terrible realidad y el sueño. solg@elpais.es

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