'Glamour' y jamón de york'
La dolce vita fue un buen eslogan de una ciudad que deseaba vivir de noche, despertarse poco antes de la hora del vermú, flanear por Via Veneto y esperar la próxima noche desde alguna de sus terrazas. De ese mundo, de esos hermosos seres improductivos, Fellini hizo una de sus grandes películas. Un mundo que ya sólo existe en el recuerdo y en el cine. Roma, la ciudad que había conocido las alucinaciones fascistas, la guerra, la miseria y el miedo de la ciudad abierta. Una supervivencia dura que creó el neorrealismo, una ciudad que tenía necesidad de diversión, de fuga de la cercana realidad, de abandonar sus ladrones de bicicletas y subirse en moto para recorrer las calles alegres y confiadas. Algo así, con más neorrealismo, más guerra y más años de grisuras, conoció esta ciudad de todos los demonios llamada Madrid. Llegaron los ochenta, llegó nuestra peculiar dolce vita, que aquí llamamos movida. Nuestros años de recuperar las calles. La ciudad conoció diversiones para la mayoría. Algunas minorías nunca dejaron de divertirse, de vivir su exclusiva dolce vita, incluso en los años del vano ayer. Está claro que la movida ya no es la que era, ni falta que hace. Pero la ciudad, más allá de sus atascos, de sus interminables obras, de su ser caótico, tiene ganas de marcha, deseos de dolce vita. Una ciudad distinta, mestiza, incómoda, sí, pero dispuesta a la juerga, con botellón o disfrazada de glamour.
Con ese espíritu de Via Veneto, con ganas de dulce vida, de juerga glamourosa, nos convocaron dos fellinianos madrileños, Jesús Robles y María Silverio, dueños y deudores de nuestra mejor librería de cine, Ocho y Medio. Como las desgracias nunca vienen solas, no sólo tienen deudas con su imprescindible y hermosa librería, también suman -o restan- con su empeñada editorial. Dos apasionados del cine y sus ficciones. Les entregaban el Premio González Sinde de la Academia del Cine, con sus artes y sus ciencias incluidas. Un cálido reconocimiento, un honor, una alegría y todas esas cosas, sí, un detalle. Seguramente hubieran preferido un cheque, una generosa subvención, una pasta o un piso, pero se tuvieron que conformar con cariño y juerga en el Círculo de Bellas Artes. Eso lo tuvieron. La cosa se anunciaba glamourosa y multitudinaria. A la dulce llamada acudieron casi todos de la profesión, al menos los que no son Almodóvar o Amenábar, que andan liados con sus premios y sus promociones en sus sueños americanos con fondo de oscar. Se prometía una fiesta con glamour.
Cuando digo glamour, tenemos que aclarar lo que nuestra tribu de cine entiende por glamour. Es decir, que por allí no había, ni se esperaba, mucha fauna con armanis, herreras, esmóquines, ni siquiera -por ponerlo cercano- con cueros de Loewe. No, lo de nuestro cine es más un glamour de andar por Zara, de rebajas de Domínguez o de semana fantástica de El Corte Inglés. Los nuestros -Marisa Paredes aparte, que sigue teniendo los más elegantes huesos de nuestras pantallas- suelen ir más de neohippies como los Marlango, con Leonor Watling mejorando lo presente, David Trueba, Ray Loriga, Fernando Tejero o Pedro Zerolo. Otros conservan su estilo old progres, como Montxo Armendáriz o Juan Diego. Abraham García, el más cinéfilo de nuestros cocineros, también el más indefinible, con su estilo los Soprano con incrustaciones manchegas con sombrero, otra creación de la casa. También muy a sus aires, a sus escotes Loles León, a la que se ve muy recuperada de su suicidio involuntario de Aquí no hay quien viva. Yo creo que cualquier día resucita, ya se sabe lo que le gustan las rebajas a José Luis Moreno, señor de La Latina y de todas las televisiones. También paseaba su peculiar estilo la presidenta, quiero decir, Mercedes Sampietro, entre elegante sin marca y despeinada de peluquería. Otra estrella de la madrileña y cinéfila dolce vita fue Sonsoles Espinosa, la otra presidenta, la de verdad -planes e Ibarretxes aparte-, también de indudable estilo, con una mezcla de Salut les copains y dentadura entre Encarnita Polo y Ana Belén. En fin, que la fiesta estuvo muy bien. Fumamos mucho -¡qué poco glamourosos!-, bebimos como para volver en taxi y comimos jamón, de york, eso sí. Que una cosa es la dolce vita y otra el derroche de Jabugo.
En cualquier caso, mucho mejor que lo que comió y bebió Leonardo DiCaprio en su día madrileño. No sabemos si por la noche se desquitó de las ensaladas y los refrescos de la comida o está en campaña de si bebes no pilotes. Estrenaron El aviador la misma noche de glamour y jamón de york en la que el cine español había aterrizado en la entrega del Premio González Sinde. ¡Qué mala pata!, se quedaron sin glamour, sin estrellas españolas y sin jamón... de york. Es posible que DiCaprio y el pequeño gran director Martin Scorsese confundieran a su público de estreno en la Gran Vía con la fauna del cine español, pero no, no eran ellos. En el estreno del actor más deseado y el director más inteligente, los invitados eran, en su mayoría, y que me disculpen las ministras y alrededores que querían ver de cerca al guapo en su papel de Howard Hughes, unos perfectos representantes del mejor estilo neocon's a la madrileña. Eso sí, con muchas menos galas de rebajas que los del Círculo de Bellas Artes. Todavía hay clases en este Madrid casi olímpico, casi parado, muy parado, atascado y estancado en las salidas y entradas.
Como no me tocó la lotería, me tocó el atasco. Y bien, tranquilo la primera hora. La segunda, todavía mejor, me terminé la excéntrica, cosmopolita y un poco madrileña historia del tío de Jorge Edwards que cuenta en su novela El inútil en familia. Bien. Gracias por el atasco. En las siguientes horas, ya que estaba puesto, me dediqué a dar la razón a los del movimiento de desaceleración. En mi atasco tuve tiempo para el Elogio a la lentitud. Recomendable para los amantes de las marchas cortas y la paciencia larga. Muy especialmente para quietistas y madrileños en general. En el siguiente atasco me llevo a Miguel de Molinos. No nos moverán.
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