Via Apia, el camino de las almas
La antigua entrada a Roma resucita historias de muertos y catacumbas
Un camino no es un lugar, es un tránsito. De la misma manera que, frente a las fotografías de los muertos, buscamos en la memoria las expresiones fugitivas que dejan los retratos escurrir entre los dedos, tienen los caminos algo de esa impregnación de lo ido, como si su ser hubiese ido devorando el de los otros que lo transcurrieron.
Los restos de la Via Apia Antica se abren desde la puerta de San Sebastiano y se extienden en una superficie intermitente de veinte kilómetros, hasta la villa de los hermanos Quintilli. Para entrar en el recorrido hemos dejado atrás las termas de Caracalla y el circo Massimo. Roma se ha vuelto provinciana de pronto, la gran ciudad se ha convertido en campiña. Esta Roma intermedia es la de las putas de Pasolini en Mama Roma, la de las casi demoniacas niñas ricas de Moravia en La vita interiore, la de los burgueses empobrecidos de los cuentos de Svevo, pero también la de las entradas triunfales del emperador Agripa y el escenario de leyendas apócrifas como la de Quo vadis? Entramos en la via, y un san Pedro que escapa de la muerte detiene su caballo frente a la aparición de Jesucristo. "¿Dónde vas, señor?", pregunta Pedro. "A Roma", responde Cristo, "a ser crucificado de nuevo". Una voz, esta vez anónima, nos interpela a nosotros de pronto con la misma urgencia: "Quo vadis?", y sentimos por primera vez la inquietud. Por primera vez, el camino se llena de muertos.
"Camino de las almas", así llaman las ancianas del barrio del Trastevere a la Via Apia, y así lo es realmente. Desde su construcción, en el año 312 antes de Cristo por el cónsul Apio Claudio, la prohibición de hacer enterramientos en la zona intramuros de la ciudad fue llenando paulatinamente de enterramientos, más o menos oficiales, la vereda de esta primera gran autopista imperial. A Roma, como dice Cicerón, se entra "a través del espesor de los muertos". Muchos han desaparecido absolutamente, de otros quedan apenas restos como los hermosísimos de la tumba de Cecilia Metella. Poco antes de llegar al circo Massencio, a unos dos kilómetros de la entrada de la puerta de San Sebastiano, vemos a unos niños jugando sobre un montón de antiguo ladrillo romano, tan informe como el de tantos otros que hemos visto desde el inicio. "Adivina sobre quién están jugando esos niños", me preguntan. "No sé", respondo. Sobre Séneca. Esos niños jugaban sobre Séneca.
Resulta extraño comprobar de qué manera un lugar como la Via Apia contiene, por igual, la vida y la negación de la vida. Debe amarse esa contradicción para comprender este espacio, de la misma forma que debe amarse, tal vez, la vida antes que amar su sentido. El único problema verdaderamente serio es la muerte, lo demás viene después, por eso había quizá una gran sabiduría en ese empeño romano de no alejar a los muertos de los caminos. Lo que ya no es mira a lo que es, y lo mira en el corazón mismo de su transcurrir, de su moverse. Tal vez el vivo ni siquiera tenga derecho a comprender, pero en cualquier caso, sí tiene derecho a mirar.
Los cementerios romanos se mezclaban aquí también con las primeras necrópolis cristianas. Las catacumbas de san Calixto y san Sebastiano, muy cercanas la una de la otra, se hunden en la tierra como dos pulmones gigantes, repletos de galerías y pasadizos, contradiciendo esa leyenda negra, absurdamente extendida, de estos espacios como viviendas, o como lugares secretos de culto. Aun así, es fascinante sumergirse en ellas con su disposición de hormigueros gigantes. Donde el romano hizo su monumento hacia fuera, expresión de poder y de orgullo, se hunde el cristiano en esta tierra arcillosa hacia abajo, cada vez más hacia abajo, llegando a tener en algunos casos hasta más de siete niveles de profundidad. Cree el romano en la belleza de su cuerpo, y así lo representa, mientras el cristiano lo desprecia y lo hunde como algo sin importancia, esperanzado en lo otro. Son conmovedores los epitafios de algunos. "Aquí está Puppa, mi tesoro, en la esperanza de su Dios. Quien fue alegre será alegre en la repetición", escribe con un punzón sobre el barro caliente un afligido marido no cristiano en la tumba de su difunta cristiana, con su nombre abrigado en el diminutivo de Popea.
Rostros italianos
Al salir, la luz nos ciega de pronto, aunque el día comienza ya a declinar. Y nos dirigimos al último espacio de nuestro recorrido: las fosas ardeatinas. También la muerte tiene sus costumbres y sus espacios predilectos. Y éste, que nunca ha dejado de ser lugar de vida de los romanos, hubo de convertirse también en lugar de la tragedia y de la arrogancia del poderoso. El 23 de marzo de 1944, la resistencia italiana (Gappistas) hace estallar una bomba en Via Rosella al paso de un batallón alemán. El comandante Kappler (por indicación personal del propio Hitler) ordena matar a 10 italianos por cada uno de los 32 soldados alemanes muertos. Elegidos al azar en plena calle, 320 italianos son traídos hasta este lugar, donde se había preparado ya una enorme fosa, y masacrados impunemente, como escarmiento. Hoy, la fosa se oculta bajo una enorme lápida de cemento. Bajando por una pequeña escalera vemos las tumbas y los rostros, casi todos ellos jóvenes, italianísimos, tan seguros de su vivir. Ninguna vida produce un efecto tan grande como la de un mártir; porque el mártir tan sólo comienza a actuar después de su muerte, y de este modo, la humanidad, o se mantiene unida a él o permanece aprisionada dentro de sí misma. Hace frío aquí. Salimos.
No hablamos más mientras recorremos el camino de vuelta. Fuera (¿dentro?) ya es de noche. Cada pueblo y cada hombre se construye un dios a la medida de su nostalgia. Los romanos crearon los suyos en la ciudad, pero sacaron a sus muertos de ella, lejos de los dioses, y los plantaron en el camino, para que vivieran por procuración la vida de los vivos, de los hombres. Alguien sonríe. La Via Apia está plagada de luciérnagas.
Andrés Barba (Madrid, 1975) es autor de Ahora tocad música de baile (Anagrama).
GUÍA PRÁCTICA
Prefijo telefónico- 0039.Visita a las catacumbas- Actualmente se pueden visitar cinco catacumbas: las de Santa Inés (06 861 08 40 ; cerradas los domingos por la mañana y los lunes por la tarde), Priscila (06 86 20 62 72; cerradas los lunes), Domitila (06 511 03 42; cerradas los martes), San Sebastián (06 785 03 50; cerradas los domingos) y las de San Calixto (06 513 01 51; cerradas los miércoles). El horario de visitas es de 8.30 a 12.00 y de 14.30 a 17.00 o 17.30. Precio de entrada, 5 euros (3 euros en precio reducido).- www.catacombe.roma.it.- www.parcoappiaantica.org ofrece más información sobre la Via Apia Antica, su historia y monumentos.Información.Oficina de turismo de Roma(06 48 89 91 y www.romaturismo.it).- www.comune.roma.it.- Transportes públicos de Roma: www.atac.roma.it.
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