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Tribuna:
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Más allá del 'sí' y del 'no'

¿Por qué nos mienten tanto ? ¿Por qué han hecho de lo político esa secuencia viscosa de insidias verificables y de embustes comprobados? ¿Por qué esa afanosa producción de la falsedad que conviene a los intereses partidistas y a las facciones en el poder? ¿Por qué esa perversa construcción de la mentira con materiales procedentes de nuestro patrimonio de verdades, de nuestro acervo de esperanzas? El Tratado Constitucional ofrecía una espléndida oportunidad de pedagogía europea desaprovechada, por la conjunción de dos lógicas corrompidas: la política y la mediática. Ellas han impuesto una agenda de rivalidades y descalificaciones en las que una vez más la causa de Europa ha sido sacrificada a los propósitos politiqueros de unos y otros.

El referéndum en el seno del Partido Socialista francés ha sido una ilustración de la malversación de las mejores ocasiones de que disponemos para asociar a los ciudadanos a las grandes decisiones políticas. El trasfondo del debate -constituirse en candidato a las elecciones presidenciales de 2007- devoró el contenido europeo de la Carta Magna que debería haber sido el referente y expresión de la Europa del futuro. ¿Qué elementos debemos perpetuar del modelo europeo de sociedad? ¿Cuál es la posición de Europa como potencia occidental defensora de la paz en el mundo frente al unilateralismo norteamericano? ¿Qué responsabilidad y qué función nos caben en la lucha contra la desigualdad y la miseria en el mundo?

Cuestiones totalmente ausentes del debate constitucional europeo, hasta como telón de fondo. En su lugar, los partidos políticos y sus líderes se han dedicado a amedrentarnos con amenazas apocalípticas, unos si aceptamos y otros si rechazamos el Tratado. En ese ejercicio de impugnación se han distinguido los partidarios del que, en vez de convencernos de las excelencias de la propuesta constitucional, nos predicen las peores catástrofes para la Unión Europea si no la aceptamos. Lo que ha dejado indiferentes a la gran mayoría de nuestros conciudadanos, que saben que lo único que sucederá es que seguiremos hasta el año 2009/2012/2014 en el marco institucional del Tratado de Niza, en el que ya estamos, sin que ninguna hecatombe haya puesto en peligro nuestra existencia colectiva.

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Por lo demás, para defender el actual proyecto constitucional no hace falta recurrir al catastrofismo político al que se nos está sometiendo, pues la simple comparación de los dos Tratados -Niza y Roma II- arroja un saldo positivo en favor del último, que hasta sus más resueltos oponentes le reconocen -Laurent Fabius, Une certaine idée de l'Europe, Plon 2004, páginas 18/20-. Si a pesar de ello se niegan a asumirlo, es por las carencias fundamentales que en el mismo siguen encontrando, que pueden resumirse en cuatro puntos.

1. La extensión y extrema complejidad del texto con sus 448 artículos, 36 protocolos, 2 anexos y 50 declaraciones, frente a la deseable sencillez de todo texto democrático fundamental.

2. La casi infranqueable carrera de obstáculos para la toma de decisiones en todas las materias importantes, coronado por la unanimidad que se requiere en materia de política exterior, de fiscalidad y de gobierno económico de la Unión.

3. El primado de la condición comercial y financiera del Tratado con la consagración del mercado, citado 78 veces, y de la competencia, con 27 ocurrencias, como referentes máximos, y sobre todo, la cancelación de lo político y la dilución de lo social, que ha desaparecido completamente en la parte III, en la que se recogen las políticas concretas de la Unión.

4. La práctica imposibilidad de proceder a cualquier revisión constitucional, lo que, tratándose de un proceso en marcha como es la construcción europea, equivale a encerrar el futuro entre los muros que ahora se construyan.

Dos son los argumentos que utilizan los defensores del Tratado para minimizar las consecuencias negativas de esta práctica de clausura. El primero es que si la Unión Europea ha sido capaz de aportar en cuatro ocasiones -Acta Única, Maastricht, Amsterdam y Niza- modificaciones fundamentales a su marco institucional, no hay razón alguna para que no pueda hacerse en el futuro si la necesidad se hace sentir. Pero esta consideración ignora no sólo que la cantidad es en este caso un factor determinante, pues no es lo mismo lograr un acuerdo entre 10 o 15 Estados que entre 30, sino que además hoy existe una heterogeneidad entre los Estados miembros mayor que nunca, en cuanto a su pasado histórico y a su historia inmediata, así como a sus propósitos y expectativas.

El liberalismo militante de los países de la Europa central y oriental proviene de su alergia frente a toda intervención del Estado y a la presencia de lo público en la vida económica, al igual que sus inclinaciones atlantistas proceden de un pasado reciente, hecho de burocracias y de opresión nazi y comunista, durante el cual las referencias más positivas para ellos eran la ideología liberal y la opción de los Estados Unidos. Por esa doble razón, pedirles un alineamiento incondicional con la política exterior europea, que les enfrente o simplemente les aleje de la norteamericana, es pretender que adopten posiciones para las que aún no están preparados. Sin olvidar la permanente oposición del Reino Unido a cualquier avance de la Europa política.

La segunda gran alegación de los partidarios del es el posible recurso a las cooperaciones reforzadas que introduce Amsterdam y que desarrollan Niza y este Tratado. Gracias a dicho mecanismo, un cierto número de Estados puede establecer un acuerdo que les permita instituir una colaboración estrecha, entre ellos en determinado sector, aunque el resto de países no participen y se queden, en consecuencia, al margen. Niza fija en ocho el número mínimo de países que deben solicitarla y el Tratado actual eleva el umbral a un tercio de los Estados miembros sin que se prevea, por el contrario, cifra alguna en cuanto al volumen de la población a la que debe implicar. Por lo demás, la Comisión debe formular una propuesta con el contenido de la cooperación reforzada de que se trate, aunque nada le obliga a hacerlo, lo que le permite, por omisión, bloquear la iniciativa.

Si la Comisión acepta plantear la propuesta, será necesaria la aprobación del Parlamento Europeo, al igual que la de los Parlamentos nacionales si éstos se acogen al principio de subsidiaridad. Se mantiene también "la cláusula del último recurso" en virtud de la cual un Estado puede oponerse ante la Corte de Justicia de las Comunidades a la decisión de algunos de ellos, que considere que les afecta negativamente. Por lo demás, las cooperaciones reforzadas deben atenerse a las disposiciones de la Constitución y del acervo comunitario, es decir, aceptar los principios y las orientaciones de todas las políticas concretas que se recogen en la parte III, o sea, las relativas a la competencia, al mercado interior, a la política monetaria para los países de la zona euro, a la defensa del medio ambiente mediante medidas fiscales o de política industrial, etc. Comparado con este inextricable dispositivo, los Trabajos de Hércules parecen un descansado pasatiempo.

La adhesión de Turquía y las fronteras de Europa dan una actualidad acuciante al problema de qué países caben en la Unión Europea y cómo deben organizarse territorialmente. La hipótesis de los tres círculos tiene cada vez mayor vigor y el debate socialista francés sobre la Constitución la ha vuelto a poner en primera línea. Esta propuesta, de la mano de Fabius, está sin duda inspirada en la Confederación Europea de Mitterrand y propone un primer círculo, el de la Europa matricial de los Estados fundadores, la del euro y de Schengen, que más allá del mercado común aspira a realizar en plenitud sus ambiciones políticas, económicas, fiscales, de defensa, medioambientales, sociales, culturales, científicas. El segundo círculo, que llama Europa ampliada, corresponde al conjunto de países que dentro del perímetro europeo han manifestado su voluntad de incorporarse a la Unión en su estado actual y que cuando ésta se produzca y los Balcanes entren completamente en liza, superarán los 30 miembros; allí se encontrarán con aquellos otros, inspirados por el Reino Unido, que no quieren o no pueden hacer suyas las grandes ambiciones de los países del primer círculo. El tercer círculo, al que Fabius designa como Europa asociada, que se extiende desde el Atlántico al mar Negro y desde el Caspio al Mediterráneo, será el espacio de los socios y vecinos de la Unión, que comparten en gran medida las metas europeas y se viven como un espacio de paz y solidaridad, cuyo instrumento privilegiado serán los partenariados, y su gran propósito, servir de plataforma entre los países del Norte y del Sur. Turquía debería encarnar desde ahora mismo la existencia de esa área en la que habría que integrar, en cuanto fuese posible, al Magreb y a los países de los confines orientales de la Unión.

El contubernio de Política y Medios a que me he referido antes y su rodillo hipersimplificador han reducido la confrontación constitucional al enfrentamiento entre los que están a favor, los proeuropeos, y los que están en contra, los autieuropeos. Se nos dice: si Vd. no vota en estos momentos, en los que Bush está ya preparando la guerra contra Irán, es porque se está apuntando, quiera o no quiera, a la opción guerrera, pues el único modo de enfrentarse con la belicosidad norteamericana y de neutralizarla es construir una Europa política, hacer realidad la Europa de la Defensa. Esta argumentación que parece tan convincente es del todo falaz, pues el Tratado, por mor de la unanimidad impuesta para la PESC, nos unce irremediablemente a la política de Blair, quien nos repite cada día que su alianza con Bush es definitiva, podría escribirse, dado el fundamentalismo de ambos, sagrada. Por ello, aunque el Tratado no fijara nuestra dependencia de la OTAN, nos encontraremos siempre con el no británico. Esto no es una hipótesis, es una certeza que Blair no nos deja olvidar.

En estas circunstancias, pretender como hacen los grandes partidos de poder que el Tratado nos acerca a la paz es simplemente un embuste. ¿Hasta cuándo van y vamos a mentirnos con nuestras propias verdades? Pero, ¿qué cabe hacer? Por de pronto, no detenernos en este Tratado ni convertirlo en un arma arrojadiza para las contiendas intrapartido y para las luchas entre las formaciones políticas, sino utilizar lo que de aprovechable tiene para la próxima Constitución, cuya preparación debe comenzarse ya. Pues nadie, ni sus más acérrimos partidarios, ha pensado nunca que este Tratado fuera el punto final de la construcción europea, su coronación política. Al contrario, muchos de sus defensores, y entre ellos personalidades tan prestigiosas e identificadas con el Proyecto como Dominique Strauss-Kahn, número tres del Partido Socialista francés, ha escrito en su brillante panfleto Oui! Lettre ouverte aux enfants d'Europe (Grasset, 2004, página 159) que "esta Constitución crea el embrión de la federación europea..., pero para ir más lejos hay que pasar a la Constitución del año II..., hay que proponer un segundo Tratado constitucional".

Ahora bien, si hay que ir a un segundo Tratado, ¿por qué no evitarse el rodeo que supone el primero? Pretender que su adopción, con las características que tiene y la hipoteca de futuro que conlleva, va a facilitarnos el siguiente es querer engañarse y engañarnos. La más elemental psicología colectiva nos enseña que la desgana constitucional actual será mucho mayor si logramos que se apruebe este Tratado e iniciamos poco tiempo después una segunda ronda para modificarlo. Por el contrario, una nueva convocatoria constitucional, ya desde ahora, encabezada conjuntamente por la sociedad civil y por los Estados de lo que hemos llamado la Europa del primer círculo, con la España de Zapatero entre ellos, significará una importante sacudida para la timorata visión de los gobiernos y para la acuclillada andadura de la ciudadanía. Esta posición es, desde luego, voluntarista y utópica pero, como sabemos, toda utopía es una mayéutica que nos aproxima a nuestros ideales, y que hace imposibles los falseamientos del realismo cotidiano, las patrañas de la ordinaria política del poder. Desde esa apuesta por la verdad, ¿qué sentido tiene querer encerrar plebiscitariamente el futuro de Europa en un Tratado que no puede funcionar y que nadie conoce? Es la hora de la Constitución política, social y ecológica que Europa reclama. Vamos a ella.

José Vidal-Beneyto es catedrático de la Universidad Complutense y editor de Hacia una sociedad civil global.

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