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Análisis:A pie de obra | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

¡Viva Blanca Portillo!

Marcos Ordóñez

Uno. ¿Qué debió pasarle por la cabeza a Calderón cuando escribía La hija del aire? Estamos en 1664. Calderón, maduro, consagradísimo, emboca un gran proyecto. Una superproducción para el Buen Retiro. Un epic. Dos partes, de tres jornadas cada una. La cosa se le ponía en seis horas. Seis horas de la época, que eran más largas. La primera parte es un operazo. Entre Medea y Turandot, digamos. Con un gran personaje. Semíramis, reina de Babilonia. Muy guapa, muy guerrera, muy ambiciosa. Una fuerza de la naturaleza, hija de un dios y una mortal, y nacida bajo un hado adverso. La función podía haberse llamado Los afanes de Semíramis. O Segismunda desencadenada, porque se pasa media obra en una cueva, encarcelada para que no se cumplan los negros vaticinios que pesan sobre ella. Hasta que decide "si no es mejor que me mate la verdad / que no la imaginación". Sale de la cueva, a lomos de su albedrío, y la arma largamente. Hay mucha sangre. Fin de la primera parte. En la segunda, de repente, Calderón cambia de registro. Digo "de repente" y no hay forma de probarlo, de averiguar si estaba planeado desde el principio. Quizá escribió ambas partes para compañías distintas, como solía hacer. Quizá se cansó de su tono, del impulso adquirido. ¿A quién no le ha pasado eso? O intuyó el cansancio de su público. O de su señor. "¿Otro tragedión, maestro? Mire usted que Don Felipe está ya un poco mosca". En todo caso, La hija del aire muda de género que es un gusto. Un género que quizá inventó en ese trance: la "tragedia de enredo". Esa segunda parte podría llamarse El nieto del aire. Calderón se saca de la manga a un hijo de Semíramis llamado Ninias, al que los babilonios reclaman como rey. Forzada a abdicar, Semíramis se retira a una cueva simbólica echando chispas por la boca. Ninias es clavadito a su madre en lo físico. En el resto es todo lo contrario: una bellísima persona, que en cuatro días resuelve todos los conflictos del reino. A partir de ahí se abren dos tramas. Primera: el enfrentamiento entre Licas y Friso, dos generales hermanos. Licas apoya a Ninias, Friso respalda a Semíramis. La segunda trama es sentimental. Ninias se enamora de la dama Astrea y le promete boda, pero para que no se sepa corteja a la dama Libia, por quien Licas padece muy mucho. Semíramis, a su vez, está loquita por Licas. Al final del acto segundo, Calderón da su gran golpe de teatro, anticipando, a la inversa, El prisionero de Zenda: Semíramis se disfraza de Ninias para recuperar el poder, y hace que Friso oculte al príncipe. Así travestida, la reina mala vuelve a liarla, política y sentimentalmente, porque Licas, Libia y Astrea están que no saben por dónde les da el aire, nunca mejor dicho, y del resto de la corte ni les cuento. Al final resplandecen la justicia y la restauración, que para algo era Calderón dramaturgo titular de la Casa Real.

Dos. Lluís Pasqual montó la primera parte en 1981, en el María Guerrero, con Ana Belén. Lavelli, astutamente, ha elegido la segunda. Al frente de la compañía del San Martín, de Buenos Aires, donde el montaje obtuvo un enorme éxito, ha desembarcado en el Español para llenar el teatro hasta la bandera. La escenografía es una caja de madera, un Elsinor de mil puertas y ventanas por las que todos se ocultan y se observan, imponente pero no tan pelmaza como el tinglado de Lepage para La Celestina. Hay una orquesta en directo, muy cortesana. Todos tienen la cara pintada de blanco, entre la tradición jacobina y la impronta japonesa, que marca una gestualidad estilizada pero en ningún momento deshumanizada o insensata. Cuando Lavelli ha de cambiar de tercio no le tiembla la mano: la escena nocturna de la sustitución de Ninias (muy cercana al vodevil, con su juego de puertas y acciones veloces y secretas) es un prodigio de precisión que jamás escora, y lo tenía fácil, hacia la farsa. La función dura 150 minutos sin intermedio, nos informa el programa, y al principio uno se teme lo peor, a tenor del larguísimo monólogo del rey Lidoro, que Luis Herrera, con su mejor voluntad, escancia como plomo líquido en nuestras orejas. La compañía, pese a ser argentina, no es deslumbrante. Están mucho mejor ellas -Eleonora Wexler (Astrea) y Paula Requeijo (Libia)- que ellos. Entre ellos destaca Marcelo Subiotto, un Friso excesivo, casi corintio, de formulación romántica: parece estar haciendo el Mortimer de María Estuardo, pero es quien dice el verso con mayor pasión, sentido y ritmo. Y Cutuli, que interpreta a Chato, el viejo soldado, el gracioso, muy en la línea de Ángel Pavlovski. A los demás, en un nivel general de gran dignidad, les sobra retórica y amaneramientos varios. En lo más alto, a años luz de sus compañeros de reparto, brilla y deslumbra Blanca Portillo. La temporada anterior, la Portillo (se ha ganado a pulso el "la" nobiliario) arrasó como la esposa tímida y sojuzgada de Como en las mejores familias. Aquí se marca un triple salto mortal y cae de pie. Lo de triple es literal, porque ha de encarnar a) a Semíramis, b) a Ninias y c) a Semíramis haciendo de Ninias. En el apartado a) construye su personaje como un cruce entre Lizabeth Scott y Vampira, consciente de que su criatura es una bigger than life. Con una gran y arriesgadísima idea de dirección: mostrar su peligrosidad, su amenaza latente, con la voz y el cuerpo, ya que oculta el rostro con una larguísima melena negra. En el apartado b), gran volatín: un Ninias a caballo entre Harold Lloyd y Larry Semon, graciosísimo pero nunca paródico ni distorsionado, con la dignidad natural de los cómicos del cine mudo. En el apartado c), por último, hace pensar en una joven Espert inyectando ácido sulfúrico en el Victor de Vitrac. Tres interpretaciones por el precio de una. Tres transformaciones que cortan el hipo, unificadas por una grandísima dicción, limpia, clara, poderosa. Y un extraordinario trabajo físico. Yo me quito uno, tres, veinte sombreros ante Lady Portillo, que se merece todos los premios del año. Y otros tantos para Lavelli, por hacerla volar así.

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