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Columna
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Utamaro

REALIZADA EN 1946, un momento terrible para Japón, Utamaro y sus cinco mujeres inicia la espléndida etapa de plenitud artística de Kenji Mizoguchi (1898-1956), que se produjo tras la Segunda Guerra Mundial y durante la que resultó ser la última década de su vida. En esta película, no en balde, se aunaron dos obsesiones dominantes del cineasta japonés: la pintura y la mujer. En cierta manera, con la elección del pintor y grabador Utamaro (hacia 1753-1806), que se hizo célebre con los retratos de hermosas jóvenes y las escenas eróticas, Mizoguchi tenía expedito el camino para esta coyunda artístico-femenina, que, en su caso, poseía además no pocos acentos autobiográficos; porque, antes de dedicarse al cine, fue él mismo pintor y, dada la penuria económica de su familia, su hermana mayor tuvo que convertirse en geisha, con lo que pronto conoció como nadie el desamparo y la generosidad de la mujer. Aunque quizá mitificado en exceso en Occidente, cuando, durante la segunda mitad del XIX, afluyeron al vanguardista París las maravillosas estampas ukiyoe, lo que exalta Mizoguchi en Utamaro no es tanto su calidad artística como su determinación a la hora de romper con las convenciones pictóricas y morales de la aún muy rígida y jerarquizada sociedad nipona de su época, algo que le acarreó ser encarcelado en 1804. De esta manera, el Utamaro de Mizoguchi no sólo no tiene reparos a la hora de frecuentar los barrios de placer y las geishas, sino que se atreve a pintar directamente en el cuerpo de éstas cuando desean ser tatuadas. Es más: en la película, la historia del artista célebre se entremezcla, sin destacar, con las de sus modelos, una de las cuales, Okichi, que acaba de asesinar a un amante infiel, le dice al pintor que, como a él le ocurre con su arte, ella tampoco ha querido compartir con nadie su pasión.

De una u otra forma, una parte muy significativa de la filmografía conservada de Mizoguchi insiste sobre el tema del Arte y la Mujer, aunque no sólo, como lo hizo la novela occidental a partir de Balzac, enfatizando la conflictiva relación entre el Pintor y la Modelo. Así es una sensible y abnegada mujer la que hace posible la carrera de un mediocre actor indolente, condenado al fracaso, en la Historia del último crisantemo (1939); otra mujer plebeya es la que acaba pagando con su vida su desinteresado amor por el emperador chino Hsuan Tsung, refinado músico, pero débil, en La emperatriz Yang Kwei-Fei (1955); o, en fin, una madura y muy apreciada geisha lo sacrificará todo por ayudar a una joven aprendiza, pasto de abusos, en Los músicos de Gion (1953). Es evidente que los valores cinematográficos de Mizoguchi, uno de los cineastas japoneses más relevantes del siglo XX, engarzan su aprecio por la intimidad femenina como el mejor abrevadero artístico, con un refinado dominio del lenguaje fílmico; pero no es fácil hallar un creador, en Oriente o en Occidente, antes de la segunda mitad del siglo XX, que viviese el arte, no a costa, sino a través de la mujer.

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