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Columna
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Balcanizados todos

Estoy balcanizado. Y lo peor de todo es que yo no puedo agarrar como Pinochet y plantarme fresco como una rosa en un banco para retirar 130 millones de pesos, aunque en su caso justo es reconocer que no se lo han permitido. No, a mí me balcanizan desde el Wall Street Journal, quiera o no quiera, mientras se discute por aquí si la libertad de empresa está por encima de la libertad de expresión, sobre términos como la dietrología, un concepto que no se suele utilizar en las casas a la hora de comer, y es por eso que se balcaniza uno. Lo que decía: estoy balcanizado, aunque no me haya dado cuenta hasta ahora, pero no sólo por la tormenta mediática en torno al plan Ibarretxe -que ahora, por lo visto, amenaza con destruir toda Europa- sino también por las lecturas que se hacen en la tele sobre la Constitución europea, esas poéticas composiciones sobre la paz, la fraternidad, la armonía, la solidaridad y la justicia que me ponen los pelos de punta.

Tal vez sea una sensación pasajera, pero esto de la balcanización -un término que parece extraído de una novela de Tom Clancy- es lo que tiene: seguro que si un servidor se acerca a cualquier viandante por la calle y le pregunta a ver si está balcanizado, el encuestado contestará que no, que a él lo que le gusta es tomar café con achicoria a las cinco, mejor si es con pastas, y luego dar un paseo por la tarde, y que no quiere saber nada de balcanizaciones de esas, ni falta que le hacen. Es el típico ejemplo de hombre balcanizado que conocemos, pero también está el que sí sabe y sí contesta, otro balcanizado que, abrumado por tanta paz, tanta fraternidad y tanto amor europeo, no se ha leído el plan Ibarretxe, ni ha escuchado en verso que la Constitución europea llama, por ejemplo, al incremento de los gastos militares de los países miembros, cosa que no rima con paz, ni con armonía, ni siquiera con fraternidad.

Así que, balcanizados por el Wall Street Journal, seguimos viviendo los ignorantes, los idiotas, los simplicissimus, una masa perfecta en estado de gracia y de aturdimiento natural, acudiendo a nuestro trabajo todos los días a las ocho de la mañana. Quizás no sepamos ya cómo llorar o protestar, pero estaremos siempre aquí, en absoluto silencio, cansados, en desorden, desesperados, precipitándonos locamente para saber qué hay a la vuelta de la esquina. Hasta ahora, aún no habíamos sido adjetivados convenientemente en el marco de la política internacional. Es una suerte que por lo menos tengamos un término que nos agrupa, que nos representa, que nos define, y que haya salido de las rotativas del periódico más leído por los empresarios norteamericanos.

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