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Columna
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El año del macutillo

El año que comienza es el año del macutillo. Una fecha y una pieza, claves para la liberación en el vestir masculino. La cosa es más seria de lo que parece. Las calles se están llenando de jóvenes y de no tan jóvenes provistos de morrales en bandolera. Atrás han quedado las trasnochadas mochilas y sobre todo las carteras y portafolios. ¿Qué está pasando? ¿A qué se debe está súbita moda?

Cuando en la temporada otoño-invierno de 2003, la pana volvió con fuerza a los escaparates, un amigo me aseguró que, a pesar de la victoria del PP en las elecciones autonómicas, en las generales ganarían los socialistas porque la moda es un reflejo de las tendencias de fondo que recorren la sociedad. "La moda no está sólo en los vestidos; la moda está en el aire, la trae el viento, se presiente, se respira, está en el cielo y en el asfalto, está en todas partes, mantiene una estrecha relación con las ideas, las costumbres, los acontecimientos". Lo explica Coco Chanel, "el ángel exterminador del estilo ochocentista", en las excelentes memorias que recreó su amigo Paul Morand (Tusquets editores). Y así, el extendido repelús que provocaba las corbatas de Zaplana iba parejo a la repulsión del discurso de Aznar. Ahora, en su comparecencia ante la comisión del 11-M, Zaplana ha logrado añadir la repugnancia al repeluzno.

El macuto tuvo su gran momento en los años setenta, cuando los progres reciclaron el que daban en la odiada mili. Luego murió de muerte natural, que es como acaban las modas, cuando el invento degeneró con los morrarillos de piel o de skay y unos horribles bolsitos que se llevaban cogidos de la muñeca. La homofobia, que entonces impregnaba a toda la sociedad, los condenó con el denigrante nombre de "mariconeras".

De entonces acá, los hombres han ido buscando inútilmente alternativas a la necesidad de llevar gafas de sol, pañuelos, el tabaco o las juanolas, las llaves de casa; la del coche, el mando del garaje y la carátula extraíble del autoradio, o la novela para el autobús y la miniradio, o el ipod, la bufanda por si no sale el sol, o el gorro por si llueve, un boli y una libretita, el Almax, el Prozac, o los preservativos, el periódico, la manzana del régimen, el cd que le has de devolver a tu cuñado y sobre todo el dichoso móvil. El problema se agudizaba en los viajes, máxima expresión de la impotencia masculina para encontrar una alternativa al femenino bolso, cuando a todo lo demás hay que añadir la guía, el plano y la cámara. Y así aparecieron los canguros, unas prendas con bolsas marsupiales a las que siguieron los absurdos chalecos de corresponsal de guerra, los pantalones de explorador con siete bolsillos, las infames riñoneras, las carteras que tira que te va por las mañanas pero qué haces con ella en el asueto vespertino, las mochilas colgadas de un sólo hombro siempre escurriéndose... En fin todo, menos rendirse ante la eficiencia de la mujer con sus bolsos, tan prácticos, bonitos y variados.

Hasta hoy. Esa barrera ha caído como cayeron las murallas de Jericó, por el clamor popular. No porque suframos "una epidemia de homosexualidad", como teme el vicepresidente de la Conferencia Episcopal, monseñor Fernando Sebastián, sino porque está cayendo el prejuicio de la homofobia.

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