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Columna
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Carpentier

A veces la vida nos sorprende al doblar una esquina con una de esas invitaciones del azar que resulta difícil no obedecer. Aquel día de verano, el escritor Alejo Carpentier estaba de paso en la isla de Guadalupe. Al mediodía eligió para comer un restaurante con las ventanas verdes y con siete mapas antiguos que colgaban de una pared al fondo del local. Pero todavía no sabía que allí iba a encontrar el mayor tesoro al que puede aspirar un novelista, y que no es otro que el diamante en bruto de un personaje inmortal. Fue el propio chef -lo cuenta su compatriota el escritor Eliseo Alberto- quien le habló de un joven marinero parisino, emisario de Robespierre, que, en las postrimerías del siglo XVIII, llegó a la isla con el mandato de extender el incendio de la Revolución francesa por aquellas colonias tan remotas. Víctor Hugues era el nombre de este aventurero masón que aparecerá por primera vez en la historia bajo un aguacero tropical. Con él, Alejo Carpentier construye El siglo de las luces, que es el mayor monumento literario de este cubano universal del que acaba de celebrarse el centenario.

Iniciar la lectura de El siglo de las luces es empezar un viaje del que -como ocurre con todas las obras maestras- nunca se regresa del todo. En aquel tiempo las noticias de la revolución francesa comenzaban a llegar al Caribe y por todo el archipiélago florecían las logias masónicas y las sociedades secretas nacidas al calor de las nuevas ideas. Mientras tanto en una hermosa mansión colonial habanera, vivían ajenos a las turbulencias de la época y libres de cualquier vigilancia adulta, tres huérfanos adolescentes. Pero un día Víctor Hugues llama a la puerta de la casa y en ese preciso momento la Historia irrumpe en la novela con un estruendo de aldabas.

La primera parte de la narración transcurre en la atmósfera apocalíptica que caracteriza los grandes sueños colectivos. Pero en la sensualidad de las tardes del trópico, el revolucionario descubre otra clase de fuego también devastador, en los ojos demasiado vivos o demasiado verdes o demasiado criollos de una muchacha de diecisiete años llamada Sofía.

Sin embargo el nudo más apretado de la novela lo representa la transformación de este idealista jacobino en un férreo comisario político, incombustible a los vaivenes de la Historia. La peripecia de Victor Hugues le sirve a Alejo Carpentier para trazar minuciosamente los rasgos de una mente ágil y despierta, pero tan absolutamente politizada que se vuelve servil hasta el fanatismo. "Son los creyentes ilusos", dice el escritor, "los calvinistas de la idea, los que levantan las guillotinas".

Recuerdo que cuando cerré el libro acababa de cumplir veinte años que es la edad en la que todos comenzamos a transitar por las regiones aún poco conocidas del amor y la revolución. Pensé que esa novela estaba escrita para mí, para nosotros, para los que no queríamos envejecer antes de tiempo por haber perdido los sueños, pero tampoco estábamos dispuestos a convertir ninguna esperanza -ni siquiera la más alta- en un dogma de fe. Lo recuerdo perfectamente porque ése fue sin duda el primer descubrimiento importante de mi vida adulta. Estaba anocheciendo y desde mi rincón preferido de la biblioteca podía adivinar, más allá de la ventana, el perfil de unas islas por las que navegaban contrabandistas y filántropos, negreros, esclavos, idealistas y fanáticos en un escenario marcado a fuego por las ideas de aquel fascinante y cruel siglo de las luces.

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