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Columna
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Pregunta del año

Aceptemos -siquiera a modo de hipótesis de trabajo- que, según el augurio del presidente Pasqual Maragall en su mensaje del día 31, "el 2005 será un año que marcará la historia". Para que ello sea así, para que a lo largo de los próximos 12 meses se pueda alcanzar una reforma estatutaria a la vez sustancial y aceptada por el Congreso de los Diputados, para que en ese mismo periodo la fórmula de la "España plural" deje atrás las brumas retóricas o los espíritus de Santillana del Mar y se traduzca en avances legislativos concretos hacia el reconocimiento de la plurinacionalidad, la pluriculturalidad y el plurilingüismo en España -lo cual sí permitiría calificar el año 2005 de histórico-, hay un factor decisivo, crucial, imprescindible: si el PSOE de Rodríguez Zapatero será capaz o no de resistir, de desafiar, de emanciparse y hasta de construir una alternativa seria frente al desaforado "discurso de la españolidad" que el PP ya ha comenzado a enarbolar como principal bandera opositora.

En efecto: abstracción hecha de la flatulenta e interminable digestión del 14-M, el nacional-patrioterismo español es hoy la idea fuerza, el eje discursivo del Partido Popular de Mariano Rajoy. Contemplado con cierta perspectiva, ello supone una regresión a los años opositores más broncos de Aznar -el trienio 1993-96, los tiempos del Pujol genocida lingüístico y del González vendepatrias- o una extensión al conjunto del Estado de las recetas para liquidar moralmente al adversario -tachándolo de fascista, asesino, etcétera-, esas recetas ensayadas en Euskadi allá por 2000-2001. Visto desde una atalaya más alta, el actual discurso del PP evoca algunos de los rasgos más oscuros de la derecha autoritaria española a lo largo del siglo pasado. Trataré de explicarme.

El 27 de diciembre -es decir, tres días antes de la inopinada aprobación del plan Ibarretxe en la cámara de Vitoria, por lo que no cabe juzgar lo que sigue como una respuesta reactiva- Mariano Rajoy pronunció en Irún un discurso solemne. El marco era un homenaje a los 17 electos del PP asesinados por ETA en el País Vasco, y el máximo líder del partido comenzó por calificar de "psicópatas" y "alimañas asesinas" a los adeptos del "nacionalismo radical". Tras este suave aperitivo, Rajoy entró en materia: "No vamos a modificar ni una coma de la Constitución española. Ni su preámbulo. Para nosotros, España es una nación, no una nación de naciones. Y si algunos quieren entregarse para seguir en el poder, que no cuenten con nosotros". "En el País Vasco", prosiguió el sucesor de Aznar, "no queda ya más que un partido que defiende la verdad de que los vascos son españoles", porque los socialistas de Euskadi han caído en la flojera y la tibieza, se han transformado en "nacionalistas templados y españoles vergonzantes".

Pero tranquilos, porque continuó: "Contra nosotros, nadie podrá trocear España. El único futuro viable se llama España. El único consenso en el que cabemos todos se llama España. Y el único marco para nuestra convivencia se llama España". ¿Y cuál es la ultima ratio de tales tesis? Pues, a juicio de Rajoy, que el PP no puede permitir "que se devalúen unas ideas regadas con la sangre de tantos (...) compañeros". "Nos lo exigen nuestros muertos. No queremos que su muerte haya sido en vano", añade.

Dejo para otra ocasión o para otra pluma la glosa del fundamentalismo conceptual y semántico que esas frases rezuman, y circunscribo el comentario a la idea que me resulta más inquietante del discurso: la dictadura de los muertos. La triste historia de la España contemporánea se ha hecho a golpe de duelos y de venganzas, a la sombra ominosa de caídos y ajusticiados -no sé por qué, escuchando a Rajoy me vino a la memoria la triple promesa de Antonio Goicoechea ante la tumba de Calvo Sotelo, en julio de 1936: "Imitar tu ejemplo, vengar tu muerte y salvar a España"-; por favor, no reincidamos en el viejo, desastroso error; que los muertos no manden sobre los vivos. Las víctimas de ETA merecen el mayor de los respetos, y sus deudos deben recibir toda la atención institucional, pero no pueden condicionar el debate democrático, ni servir de coartada al inmovilismo, ni es decente argüir que una eventual reforma de la Constitución sería un atentado a su memoria.

El alegato de Rajoy en Irún, de cualquier modo, muestra hasta qué punto los populares están dispuestos a poner, durante el año político que comienza, toda la carne en el asador de su ofensiva contra el Gobierno: el recuerdo de los asesinados por ETA un día, la escatología machista más rancia al día siguiente -"entre mis obligaciones no está la de bajarme los pantalones ante Esquerra Republicana", declaraba Rajoy el 28 de diciembre-, la demagogia más desbocada al otro, cuando vinculan el plan Ibarretxe a "las pesadillas de la Alemania nazi y de los Balcanes", y lo consideran "el mayor desafío a la democracia desde 1978", como si el golpe de Estado de febrero de 1981, verbigracia, hubiese sido una fiesta infantil.

Pues bien, a mi juicio, el interrogante político mayor de 2005 es cómo responderá el PSOE, y muy en particular José Luis Rodríguez Zapatero, a esta acometida masiva del PP, poderosamente difundida por prensa, radio y televisión, pertrechada de munición sentimental, simbólica y emotiva de alto poder explosivo. ¿Aguantarán los socialistas a pie firme, serán capaces incluso de desarrollar un nuevo concepto de la españolidad, alternativo al de la derecha? Por el contrario, ¿se arrugarán ante las acusaciones de cobardía y de entreguismo patriótico? ¿Se constituirán ellos mismos en rehenes voluntarios de quienes tienen una visión totalizante y excluyente de España, y aceptarán sus propuestas de pacto? De una cosa no hay duda: dar contenido jurídico y político al eslogan de la "España plural" es imposible con el acuerdo del PP. Al menos, de este PP.

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