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El providencialismo democrático

Durante la campaña electoral de este año, al presidente Bush le gustaba concluir sus mítines con una perorata en la que decía que la libertad -y, por tanto, la democracia- era no un regalo de EE UU al mundo, sino un regalo de Dios a la humanidad. La frase era muy bien recibida, tal vez porque implicaba la feliz idea de que, cuando EE UU y sus soldados impulsan la democracia en otros países, están trabajando en nombre de Dios; incluso en Irak.

Esta idea tiene un nombre, providencialismo democrático, y se ha convertido en la visión en la que se inspira un Gobierno que, en 2001, había tomado posesión con un claro desdén por la pomposa exaltación de la política exterior. Frente a esa visión, lo único que pudieron proponer John Kerry y los demócratas fue un realismo prudente, y, si vemos las elecciones como un referéndum sobre dos concepciones distintas, ese realismo prudente las perdió sin discusión. Las elecciones de 2004 cerraron el último capítulo de un fascinante realineamiento en la política estadounidense. Los demócratas, que antes eran herederos de grandes soñadores como Franklin Roosevelt y Woodrow Wilson, corren el riesgo de ser el partido de los sueños pequeños, y los republicanos, que, con Nixon y Kissinger parecían empeñados en arrebatar a la política exterior cualquier propósito moral, se han transformado en el partido que quiere cambiar el mundo.

Por supuesto, soñar a lo grande no es necesariamente bueno. Los grandes sueños pueden ser insensatos. Y peligrosos. A mucha gente -incluidos seguidores de la confesión cristiana- le pareció alarmante que un presidente se atreviera a afirmar que conocía el plan de Dios, y todavía más que hubiera cristianos evangélicos convencidos, por inspiración divina, de que el propio George W. Bush formaba parte de dicho plan.

Pero, por poco que pueda gustarnos el lado providencial del providencialismo democrático, es cierto que la dedicación de Estados Unidos a promover la democracia ha resultado ser una idea sólidamente positiva. Es posible que el país sea más impopular que nunca, pero su hegemonía ha coincidido con una revolución democrática en todo el mundo. Por primera vez en la historia, la mayor parte de la población del mundo vive en democracias. En una época tan peligrosa es tranquilizador, porque las democracias, en general, no luchan entre sí ni estallan en guerras civiles. Como consecuencia -y en contra de la opinión generalizada de que el mundo es cada vez más violento-, las luchas étnicas y civiles están disminuyendo desde principios de los noventa, según un estudio sobre conflictos violentos realizado por Ted Robert Gurr en la Universidad de Maryland. Las transiciones democráticas pueden ser violentas: cuando llegó la democracia a Yugoslavia, el Gobierno de la mayoría, al principio, desembocó en limpiezas étnicas y matanzas; sin embargo, cuando las democracias se asientan, cuando crean tribunales independientes y verdaderos sistemas de control y equilibrio, pueden empezar a defender los intereses de la mayoría sin sacrificar los derechos de la minoría.

La democracia tiene otras ventajas, algunas de las cuales se describen en un nuevo libro titulado The Democracy Advantage, de un trío de autores encabezado por Morton Halperin, que ayudó a proyectar la "comunidad de democracias" durante el mandato de Madeleine Albright al frente del Departamento de Estado. La verdadera prueba de la democracia no está en cómo se las arregla en los países que ya son ricos. Los países más ricos del mundo ya son democracias, pero tienen la suerte de haber rentabilizado las ventajas históricas de una buena situación geográfica, unas instituciones estables y los beneficios de sus imperios. La auténtica prueba es ver si la democracia funciona en países pobres que carecen de esas ventajas. Algunos analistas, como Fareed Zakaria, dudan de que sea posible estabilizar la democracia en países con una renta per cápita inferior a 6.000 dólares anuales. Si no puede haber democracia hasta alcanzar ese nivel de desarrollo, y se necesita una autocracia para crecer, entonces, dicen algunos teóricos, tal vez le convendría a Estados Unidos apoyar a autocracias desarrollistas como Vietnam o Singapur.

Halperin y sus colegas discrepan de esta tesis de "desarrollo primero, democracia después". Demuestran que la ventaja de la democracia se hace muy visible si se comparan países con menos de 2.000 dólares de PIB per cápita que han adoptado la democracia -como los Estados bálticos, Mozambique, Senegal y la República Dominicana- con Estados autoritarios como Siria, Angola, Uzbekistán y Zimbabue. Las democracias pobres crecen más, tienen menos mortalidad infantil y más expectativa de vida. Y la imagen reciente de decenas de miles de manifestantes en las calles heladas de Kiev, una noche detrás de otra, ha recordado a los demócratas desencantados de todas partes que la democracia es el único sistema político que le dice a cada persona que es importante, que su voto es importante. Y que, por tanto, los malos dirigentes no pueden tratar a los demócratas como si fueran tontos y creer que no va a haber consecuencias.

Aunque la dignidad que otorgan las democracias le agrada a todo el mundo -por ejemplo, los sondeos de opinión pública en los países árabes indican una clara preferencia por la democracia-, no todos creen que funcionen. En Latinoamérica está aumentando la desilusión respecto a la democracia porque los nuevos sistemas democráticos que sustituyeron a los Gobiernos militares en los años noventa no han conseguido impulsar el crecimiento prometido. Algunos economistas acusan a las democracias de que disparan el gasto social para complacer a los votantes y entonces se encuentran con déficit y no son capaces de mantener políticas económicas estrictas. Halperin y los otros autores afirman que, en general, las democracias no tienen déficit mayores y que, aunque a veces carecen de disciplina, siempre evitan los peores errores, como la industrialización forzosa de China, que costó millones de vidas en los cincuenta y sesenta.

A pesar de los errores que han cometido, los chinos representan un problema para la tesis de que la democracia funciona mejor que la autocracia. El régimen chino, consistente en un Gobierno monopartidista, antipático y corrupto, ha logrado un crecimiento económico espectacular, con rentas que prácticamente se quintuplicaron -de 186 dólares a 944 dólares- entre 1982 y 2002. En cambio, una democracia como India sólo pudo duplicar su renta per cápita en ese mismo periodo. China sigue atrayendo una proporción increíble de las inversiones que van a parar a los países en vías de desarrollo. Tiene un mer-cado inmenso, una mano de obra barata y un Gobierno que mantiene la situación estable. La duda es cuánto tiempo es posible que convivan crecimiento y autocracia. El Partido Comunista sólo representa hoy al 5% de la población y su corrupción escandaliza a millones de personas, por lo que, tarde o temprano, tanto los beneficiados como los perjudicados de la expansión china exigirán decidir cómo quieren ser gobernados. Quizá tarde en llegar a China la democracia, pero, si no llega, no está claro cómo va a arreglárselas el partido para administrar de forma pacífica las crecientes tensiones del país, entre la ciudad y el campo, entre unas clases y otras, entre regiones y sectores. En cambio, en las últimas elecciones indias, el Gobierno del B. J. P., con predominio hindú, no dejó de atribuirse los éxitos de telefonía e informática iniciados en Bangalore en los años noventa, pero los electores pobres, que no habían recibido ningún beneficio, les expulsaron del poder. Si el nuevo Gobierno del Partido del Congreso cumple sus promesas, la democracia demostrará que es capaz de mantener el equilibrio entre el crecimiento y una mayor igualdad, una lección que a China le conviene aprender cuanto antes.

Promover la democracia -y no sólo el buen gobierno- es una idea tan acertada que Halperin y sus colegas llegan a sugerir que el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional abandonen la pretensión tecnocrática de que se limitan a ofrecer asesoramiento económico y empiecen a fomentar la democracia como requisito indispensable para que la economía progrese. Es lo que hace la "cuenta del desafío del milenio" establecida por el Gobierno de Bush: su intención es repartir hasta 5.000 millones de dólares de dinero estadounidense en ayuda exterior, por primera vez, a países que "gobiernen con justicia" e "inviertan en su pueblo".

Para los estadounidenses, el problema es qué hacer cuando la democracia y los intereses nacionales están reñidos. El año pasado, en un discurso ante el Fondo Nacional para la Democracia, el presidente reconoció que EE UU no tendrá una estrategia política viable contra el terrorismo islámico mientras no defienda la democracia en los países musulmanes. Lo malo es que, si lo hace, puede ocurrir que los nuevos regímenes salidos de las elecciones en Egipto o Pakistán sean violentamente antiamericanos. Otra preocupación legítima es la de que haya "un hombre, un voto, una vez": que los islamistas (o los autoritarios laicos) utilicen la democracia electoral para abolir la democracia.

Es decir, fomentar la democracia es arriesgado, pero apoyar a los autócratas sólo sirve para aplazar la comparecencia ante el juicio de la indignación popular. Durante toda la guerra fría, EE UU respaldó a autoritarios como el sha de Irán, con lo que logró ganarse la antipatía de un levantamiento auténticamente popular contra la tiranía, la revolución chií de 1979. Y está pagando el precio, en terrorismo, proliferación nuclear y hostilidad.

Otra equivocación es intentar pasar por alto unas elecciones cuando el resultado va en contra de nuestros intereses, como aprendió Francia en 1992, al apoyar al ejército argelino y anular unos comicios que iban a colocar a los islamistas en el poder. Es mejor tener a los islamistas en el Gobierno -cometiendo errores, aprendiendo la disciplina de tener que satisfacer al electorado- que respaldar autocracias que no sirven a sus ciudadanos. El partido gobernante de Turquía es islámico, pero la democracia y la esperanza de incorporarse a Europa han mitigado su radicalismo.

Ahora bien, lo más difícil de aprender para un pueblo democrático dotado de poder no es a quién apoyar, sino cómo controlar sus propias expectativas presuntuosas. EE UU puede promover, impulsar y sostener la democracia, pero no puede imponerla. En 2000, la oportuna ayuda de los estadounidenses a la oposición serbia ayudó a derrocar a Milosevic, pero eso es una excepción. EE UU puede ayudar a que los ciudadanos de otro país tengan la oportunidad de celebrar elecciones libres, pero son ellos quienes deben afianzar las instituciones libres en su suelo. El providencialismo democrático alimenta la fantasía de que EE UU es el motor de la historia mundial. EE UU tiene poder y debe emplearlo, pero la historia no siempre está al servicio de sus planes grandiosos.

Los pesimistas dicen que el providencialismo democrático, que triunfó por los pelos en Afganistán, tendrá su Waterloo en Irak. Partidos suníes influyentes ya han pedido que se aplacen las elecciones, para evitar que la abstención generalizada de sus partidarios y la dificultad de votar en las zonas suníes otorguen a las masas chiíes un poder desmesurado. Los rebeldes intentan estrangular la democracia antes de nacer matando a cualquier iraquí que esté dispuesto a trabajar para el Gobierno de Alaui. Si lo consiguen, el precio del fracaso -tanto para los iraquíes corrientes como para EE UU- será enorme. Si Irak no adquiere, en 2005, unas instituciones semilegítimas y una constitución que asigne recursos y poderes a cada uno de los pueblos que constituyen el país, la invasión estadounidense habrá servido para cambiar una peligrosa dictadura por un Estado en bancarrota y un enclave terrorista.

Los pesimistas dicen que Estados Unidos, en Irak, está imponiendo la democracia a punta de pistola, pero las pruebas demuestran que son millones de kurdos y chiíes, además de algunos suníes, los que desean apasionadamente tener elecciones libres en su país. No hay motivo para que los soldados estadounidenses no puedan ayudarles a garantizar un proceso electoral relativamente libre, como ayudaron en Afganistán. El momento actual, a pesar de todo su espanto y su precariedad, es la última oportunidad que tienen los iraquíes de salir del negro túnel del poder baazista y el caos de una guerra civil incipiente.

Para darles esa oportunidad, el Gobierno estadounidense tiene que ser capaz de estar a la altura de su retórica. Tal vez la fe del presidente en que Dios está del lado de la libertad y la democracia sea una de las razones por las que se ha tomado los detalles con tanta ligereza y pudo exclamar con una seguridad tan asombrosa "misión cumplida" en Irak, cuando la misión acababa apenas de empezar. Otro interrogante que surge sobre el compromiso del Gobierno con la democracia en el extranjero es su actitud respecto a la democracia en su propio país. La democracia no es simplemente el Gobierno de la mayoría. La fe democrática exige también respeto al poder judicial, deferencia a la separación constitucional de poderes, consideración por las opiniones de la humanidad -para no mencionar tratados ratificados de forma democrática como los Convenios de Ginebra- y la humildad que acompaña al hecho de saber que sirven al pueblo, no a un designio providencial que sólo pueden comprender ellos y otros verdaderos creyentes.

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