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FUERA DE CASA
Columna
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Carta de Reyes

Todas las cartas de amor son ridículas. No serían cartas de amor si no fuesen ridículas. Aunque más ridículos son lo que nunca escribieron cartas de amor. Algo así decía un poema de Pessoa. No lo tengo a mano, no estoy seguro de ser exacto, pero sí recuerdo que la primera lectura me dejó con un indefinible desasosiego. Eran tiempos de escribir cartas, incluso cartas de amor. Eran otros tiempos. Ahora las cartas de amor, incluso las cartas sin amor, son rarezas de los que no tienen sentido del ridículo: los niños, los excéntricos, los bancos, los agentes del tributo; en fin, gente inocente. También algunos soñadores, unos cuantos extravagantes, varios poetas y muchos amigos de los carteros. Quizá se tendrían que sumar los amantes de las palabras esdrújulas, que, como los sentimientos esdrújulos, son naturalmente ridículos. Debe de ser el espíritu navideño, la influencia de la estética del "belén" -el gusto por lo camp, que diría la recordada Susan Sontag, que no incluyó en su lista la cabalgata de Reyes porque no la conocía-, pero me están dando muchas ganas de escribir cartas, expresar deseos, solicitar regalos y acercarme a algunos grandes almacenes para entregarles mi carta a uno de esos pajes que, por 12 euros a la hora, nos reciben las cartas, nos acarician y prometen hacerla llegar hasta el mismísimo rey Baltasar. Me reprimo, me corto porque, no es por nada, pero suelen recordarme a la cara del concejal de parques y jardines cuando regresa de sus vacaciones en el Caribe, con esa negritud tan pasajera, tan postiza, que siempre me recuerda a un betún que se usaba para convertir unos blancos zapatos de verano en elegante marrón glacé. No sé si existe el concejal de parques y jardines, pero casi me fío más que el de/la de asuntos sociales, digo, es un decir. Me falta fe. Me falta inocencia, me falta auténtico espíritu de Peter Pan. Lo intento. Ahora que se cumplen los primeros 100 años de Peter Pan, ahora que viene una película protagonizada por Johnny Depp, reactualizando al personaje de Barrie, que regresaremos al País de Nunca Jamás, al hada Campanilla, al querido malvado del Capitán Garfio y a la niña Wendy, yo quiero volver a sentirme un poco Peter Pan. Un poco más crecido, más o menos como creció Tintín, pero con novias, sin catolicismo, con libido y todo eso. Sí, porque una cosa es volver a la edad de la inocencia, a la edad de escribir cartas a los Reyes y otra poner ahí el ancla. Lo mejor es llegar a la edad de escribir ridículas cartas de amor. Un poco de inocencia, sí, pero no como para confundir a los Reyes con unos grandes almacenes. Ni al alcalde con Avispado o a la presidenta Aguirre con Campanilla. No, eso sería ser más ingenuo que la versión de Walt Disney. Ya nos avisaba Barrie, el autor del cuento centenario, que teníamos que crecer y que esa fatalidad la conocemos a partir de los dos años.

Los dos años marcan el principio del fin. Yo, que ya estoy bastante crecidito en fines, en mi carta a los Reyes quiero cosas sencillas. No pido mucho. Por ejemplo: que Zaplana aclare sus publicidades ministeriales, que Aznar lea Las dos Españas de Santos Juliá, que el alcalde de Salamanca cante a Lluís Llach, que Carod-Rovira coma jamón extremeño, que Rodríguez Ibarra brinde con vermú de Reus, que el rumor sobre el Premio Nadal sea cierto -así brindaremos con un rioja que lleva su marca-; que Ibarretxe lea Verdes valles, colinas rojas, de Ramiro Pinilla; que la ministra de Fomento, en compañía de la directora general de Tráfico, hagan una excursión a Burgos cuando Florenci Rey me avise; que no se me atraganten más las uvas con las diversiones animadas de José Luis Moreno, que no nos importe el nombre de la novia del yerno de la duquesa de Alba, que Bono se aprenda el Himno de Riego versión Almudena Grandes, que Cervantes se coloque en las listas de los más vendidos por encima de Dan Brown, que los expolios de la guerra se restituyan a su lugar legal de origen; que las estatuas de Franco, las calles de su pandilla y el resto de los malos recuerdos guerreros se vayan al museo de los horrores; que Rouco Varela se confiese en el diván de Castilla del Pino, que no haya que ser italiano para controlar una televisión española, que Beckham no sea fichado por el Atlético de Madrid; que salte de la pantalla Marta Fernández, la de CNN, y me la tropiece en el barrio; que Sánchez Ferlosio venda como Lucía Echevarría, que el cine más taquillero no tenga tanta grasa, que Berlanga vuelva a dirigir, que no todos los premios Goyas sean para uno y en contra de otro, que el alcalde de Madrid no busque más el tesoro, que Labordeta siga diciendo tacos en el Congreso, que dejemos de dividir a las personas entre buenas y malas, porque -como decía el tío Oscar- las personas se dividen entre encantadoras o tediosas, y que alguna vez me toque la lotería, aunque sea la del Niño.

Ya sé que hay mejores cartas. Pero el que quiera género que vaya a las de Paco Rabal y Asunción Balaguer, hermosamente cursis, ridículas, le hubieran encantado a Pessoa, e indisimuladamente enamoradas. Y el que quiera más, no lo dude, las de Juan Valera. Un maestro en el arte epistolar y rijoso. No recomendables a los que todavía quieren ser Peter Pan.

Susan Sontag.
Susan Sontag.GORKA LEJARCEGI

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